—¿Qué nombre le darías al año 2022? — Surgió la pregunta en una charla después del servicio de adviento en nuestra iglesia local. Nos encontrábamos conversando mientras esperábamos para comer juntas varias familias de la iglesia.
Las respuestas fueron tan diversas y de acuerdo a lo que cada uno ha podido experimentar con Dios a lo largo de los meses del año. Estabilidad, transición, gratitud, autoconocimiento, desorden, serenidad. Esta última fue de parte mía.
2022 el año de la serenidad
Serenidad, un adjetivo que describe a aquel que se encuentra tranquilo, relajado, en descanso. Para ejemplificarlo mejor, 2022 termina como un mar en calma después de una tormenta, una lluvia tenue después de un huracán, un suspiro profundo después de un llanto intenso.
Porque sí, he de reconocer que antes de la serenidad hubo ruido, mucho ruido interno y externo. Con ruido interno me refiero a dolor, quebranto, depresión, soledad, incertidumbre; culpaba al ruido externo de provocar eso en mí. Con ruido externo me refiero a relaciones rotas, mi sed por ser aprobada y pertenecer a algún sitio o comunidad, comentarios y calumnias que llegaban a mis oídos y de las que fui parte, así como el rechazo de las personas. Ambos ruidos me aturdían hasta que un día colapsé.
Es curioso, en un gran número de ocasiones, aunque sabemos qué es lo que debemos hacer para estar mejor, lo ignoramos o lo postergamos. He pensado que quizá nos gusta el dolor. Escribimos poesía desde un corazón dolido, cantamos canciones tristes cuando más tristes estamos como una forma de sentirnos mejor; y, postergamos el antídoto para el dolor. Aunque también he pensado que no nos desprendemos de él —es decir, del dolor— porque no sabemos bien a bien qué es lo que lo está produciendo.
Solemos ver los frutos del dolor cayendo y escurriéndose entre nuestros dedos y provocando llantos, enojos y miedos. Pero no hemos ido más allá, no queremos —o no sabemos— cavar profundo para sacar de raíz lo que provoca el dolor. Corremos el riesgo de acostumbrarnos a vivir así, de hacerlo parte de nuestro existir y lucimos con orgullo y altanería los frutos de nuestra cobardía, del temor de tirar por leña la raíz.
Somos ciegos a nuestra propia ceguera y, en la cotidianeidad, solemos contagiar a los que están cerca. Somos ciegos que viven a tientas creyendo que el camino por el que andamos es el adecuado. Sentimos las piedras y lo sinuoso del camino bajo nuestros pies, pero lo hemos recorrido tantas veces que reconocemos los lugares donde no debemos pisar, hemos memorizado los agujeros que nos hicieron tropezar y seguimos caminando, sin avanzar, pero sin volver atrás.
Creemos que esa vida es buena porque es lo único que conocemos, porque nos hemos acostumbrado a vivir así, a medias. Nos limpiamos las lágrimas que recorren nuestro rostro, peinamos las canas que se asoman para recordarnos que la vida se vive por instantes, con recuerdos que quedan sostenidos en el aire y, avanzamos cabizbajos.
Es en un punto de la historia a la que pertenecemos, donde otros brazos y otros corazones se acercan para sostener nuestro rostro entre oraciones elevadas al Dios de los cielos. Corazones unidos por la sangre del cordero, corazones que sin esperar nada a cambio nos acompañan de rodillas al madero, ahí al lugar donde la promesa se cumplió, donde podemos acercarnos sin temor para abrir nuestros corazones ante el Salvador.
Solo al Dios que creó los cielos y la tierra, al que prometió la vida eterna; solo al Dios que extiende misericordia y gracia sobre gracia pudo haber planeado dejarnos ser parte de su cuerpo, de habitar en su iglesia y en medio de ella para ser la imagen tangible de sus brazos, de sus hombros, de la familia que Él ha elegido para habitar junto a Su Hijo amado.
Solo al Dios que nunca cambia, al que nos tiene esculpidos en sus manos, al que podemos acercarnos sin temor a ser rechazados, solo Él pudo darnos una famila, Su iglesia como un ambiente seguro y floreciente. Una familia conformada de familias que han entendido que Cristo es el fundamento y también el refugio seguro.
Familias que no nos dejan hundidos en el dolor o en la euforia y que con sus oraciones y con su amor, el ruido interno y externo que oprime corazones, poco a poco van enmudeciendo para levantar una canción que exalte el poder de Dios. Que alabe su obra, que cante con gratitud porque su promesa de dar un hogar para los solitarios ha sido cumplida, en el tiempo, en el día que Él había establecido desde antes.
Así sucedió conmigo, el ruido que hubo ahora ha enmudecido y Dios ha usado a su iglesia para traer consuelo y libertad a mi corazón oprimido.
Hoy puedo dar testimonio de que sí hay iglesias, familias que son usadas como instrumentos en las manos de Dios para traer luz y descanso por medio del evangelio a los corazones inundados por el dolor y el llanto. Luz y descanso para que puedan experimentar serenidad por saberse amados sin necesidad de aparentar nada, sin meritocracia, sin vergüenza y sin máscaras.
Iglesias que ayudan a florecer y fructificar desde raíces sanas, desde tierra fértil, desde la confianza de que el evangelio, Cristo mismo es el que nos abraza y ama. Iglesias, familias que reflejan un día a la vez, sin prisa, pero sin pausa, el amor de Dios en lo cotidiano. Dios nos use y encuentre fieles a Él, por amor a otros y en respuesta a su amor.
Evidencias de gracia en días soleados y en días grises; en vidas caóticas y en vidas felices. En todo y con todo, Cristo reina.
En Su Gracia
KF
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¿Tú, cómo nombrarías al año 2022?