Aún no estamos en verano y el calor ha sido abrumador estas últimas semanas. Las tardes son hermosas considerando que el cielo ha estado lleno de nubes y el sol las pinta de color dorado mientras nuestros ojos se deleitan viendo la creación de Dios. Sin embargo, por las noches las ventanas han tenido que estar abiertas para aminorar el calor que se encierra en las habitaciones y por ratos nos impide dormir.
Siempre he preferido el clima frío, disfruto muchísimo el poder dormir cubierta con sábanas de tela suave y cálida; el frío me ayuda a dormir profundamente. Por el contrario, las noches calurosas son un suplicio para mí, no duermo; es como si mi cuerpo se agotara por el calor nocturno que, a la mañana siguiente, al despertar estoy cansada y débil.
Tuve semanas de mal dormir, unas peores que las otras. Pero en medio de todo eso, he experimentado la gracia de Dios a través de mi esposo, de mis hermanas y de la iglesia de Cristo. Hubo noches en las que despertaba a las tres de la madrugada y no podía volver a conciliar el sueño.
Pasé tiempo mirando el techo de mi habitación en la obscuridad; escuchaba el respirar de mi esposo al dormir en paz; oía a mis hijos hablar dormidos en ocasiones y su suspirar me dejaba saber que dormían profundamente. Oré una y otra vez, leí algunos pasajes de la Biblia en mi celular. En una ocasión vi una predicación con el volumen bajo para no despertar a nadie; leí artículos en la web, pero nada me funcionó para poder dormir nuevamente. Pasaba el tiempo, aunque pareciera que las horas por la noche se detienen cuando no puedes dormir.
Tiempo después de las noches sin dormir llegó un momento en el que me sentí más cansada de lo normal, mi cuerpo parecía que estaba entumecido, dormido, aunque mi cerebro seguía despierto. Estaba cansada… muy cansada. Soy de rutinas, de horarios, así que realmente estaba respondiendo por inercia o porque estoy acostumbrada a hacer las cosas igual un día al otro. Me sentía como zombie o como robot, hasta que un día colapsé.
Una mañana después de una larga noche sin dormir, rompí en llanto frente a mi computadora mientras trataba de escribir un capítulo para mi siguiente libro. Tenía mi Biblia abierta y algunos libros que había estado leyendo, pero, todo lo que había estudiado días antes de pronto lo olvidé. Me perdí y no sabía cómo regresar y continuar donde me había quedado. Me rompí y lloré hasta que no hubo más lágrimas que brotaran de mí.
Cuando mi esposo llegó por la tarde, aunque intenté ocultar mi sentir, él se percató que había estado llorando. Su abrazo, el posar mi rostro contra su pecho y escuchar el latir de su corazón, siempre me recuerda que estoy en mi hogar. Es como si el tiempo se detuviera para encontrar la paz en brazos del hombre al que Dios en su bondad me unió y me hizo uno con él.
No entendía el por qué de las noches sin dormir, los días como robot, las lágrimas acumuladas como manantial que salieron a borbotones, hasta que, me di cuenta de que en realidad me sentía sola. Hace poco más de un año nos mudamos a este sitio dejando muy lejos a nuestra familia, amigos, una iglesia a la que pertenecíamos y amábamos; llegamos aquí con expectativas que al final, solo Dios sabe por qué todo fue tan diferente a como fue planteado de inicio.
Mis hermanas siempre pendientes aún a la distancia me recuerdan que tengo una familia que me ama, me escucha y que siempre está para ayudar en todo sentido. Sus palabras, sus oraciones y chistes de media noche han hecho más llevadera la vida solitaria en estas coordenadas de la tierra. Pero, aún con eso, había días en lo que la soledad hacía acto de presencia en mi corazón, llegaba sin avisar y sin mostrar piedad; intentaba ignorarla pero, quizá en medio del cansancio y la falta de sueño, lograba entrar sin compasión.
Noche a noche, oración tras oración, clamor tras clamor; lágrimas mudas y soledad que se colaba con el insomnio sirvieron para recordar que aún en los lugares donde me he sentido sola, realmente nunca lo he estado. Solo hacia falta que cerrara los ojos para volver a ver con claridad. No entendía por qué todo lo sucedido en el 2021 sucedió como sucedió, aún no lo tengo del todo claro, pero sé que Dios lo orquestó divinamente para Su Gloria.
En medio de la soledad y el quebranto que pude experimentar, encontramos —junto a mi esposo e hijos— una familia en Cristo a quien estamos aprendiendo a amar. Atesoramos los momentos que podemos estar juntos entre semana para hablar, compartir vida, tiempo y recordar el evangelio que hemos creído para vivirlo en plenitud.
En medio de la soledad y el quebranto Dios nos ha dado un hogar. Hoy leía el Salmo 68:6 que dice: «Dios prepara un hogar para los solitarios…» o «Dios hace habitar en familias a los desamparados…» y me doy cuenta de que en nosotros, ahora en esta ciudad, eso es una realidad. No cabe duda de que cuando todo parece estar en pausa en nuestra vida, Dios sigue trabajando.
Cada noche en vela ha valido la pena, cada noche calurosa ha servido; cada lágrima derramada ha sido consolada. Todo lo que acontece en nuestra vida debajo del sol, en manos de Dios, está ayudando a nuestro bien. A veces solo hace falta el silencio de la noche y la soledad que sentimos para activar nuestra necesidad de volver a encontrarnos con el Dios que nunca duerme y recordar que en Él estamos plenos, completos.
Un año y medio después de llegar a este lugar, por fin puedo decir que hemos encontrado un hogar, una familia, un sitio donde queremos ser plantados, echar raíces y fructificar.
Noches después he podido dormir en completa paz, con gratitud, con felicidad porque Dios sigue usando a su iglesia para abrazarnos y recordarnos el hogar que Cristo fue a preparar para cuando vivamos con Él en la Eternidad. Cuán bienaventurados somos de ser llamados hijos y haber llorado, porque hoy, en Cristo, hemos sido consolados.
Mis memorias
Mayo | 2022