A principios de año mi hijo mayor me regaló una novela que le estuve pidiendo por semanas. Se trata de un libro escrito por una autora americana, un libro que es un boom en Instagram y como era de esperarse, las reseñas y calificaciones en goodreads son de las más altas.
Cuando vi todo eso, no dudé en querer comprarlo; sin embargo, es una novela cara. Como ya mencioné, mi hijo me la obsequió, así que en cuanto la tuve en mis manos comencé a leerla. Debo confesar que la primera frase es espectacular, me atrapó de inmediato. Leí todo el libro en tres días, o bueno, en tres noches.
La noche que llegué a la última página y que cerré el libro, mi expresión fue: “¡Qué horror! Demasiado cara para la historia tan trillada, la prosa es buena, pero los diálogos son como de niños de secundaria. ¡Cuánto extraño leer libros que te transporten a otros mundos! ¡Cuánto extraño los autores de antaño, los que escribían historias increíbles y las escribían bien!”.
Esas fueron mis exactas palabras.
Puse el libro en el estante que mi esposo colocó al lado de mi cama; un estante donde tengo los libros que más amo, los que más he disfrutado, los que cambiaron mi vida… y, por supuesto también está ese libro. Lo tengo ahí, justo a la mitad, erguido, altanero, brilla y sobresale de entre los demás; me mira con sarcasmo y un poco de desprecio.
Está ahí para recordarme que no todo libro que está bien calificado es un buen libro. Me recuerda que no toda buena historia es una buena historia cuando no la saben narrar bien. Me recuerda que, aunque todo está dicho, no todos saben decirlo de la manera correcta. Me recuerda que soy tan culpable de que esos libros se sigan vendiendo como agua en el desierto, porque en mi indiferencia no he levantado la voz para decir: “¡Hey, escritor y editor, quiero un libro mucho mejor! ¡Pagaré por él, no me trates como tonta al venderme un mal libro, no lo soy!”.
Pero más allá de ese mal sabor de boca —o de ojos— en verdad me llevó a reflexionar acerca de los libros que estamos leyendo, me refiero a los libros “cristianos”. Más aún, me llevó a reflexionar acerca de los libros que estamos escribiendo.
Hay al menos dos cosas en las que he estado meditando: primero, veo con tristeza y un poco de desánimo que el oficio de escribir, ya no es para los escritores, sino para las celebridades. Es como si ahora no importara el mensaje en sí, sino el alcance que tendrán.
Quizá es que nos hemos tomado muy a la ligera lo que Santiago nos dejó dicho en su carta: “Hermanos míos, que no se hagan maestros muchos de ustedes, sabiendo que recibiremos un juicio más severo” (Stg 3:1). Eso debería llenarnos de un temor santo, al recordar que estamos hablando acerca del Dios de la Biblia y que quien debiera brillar es Él.
Segundo: ¿Somos conscientes de los libros y artículos que estamos leyendo? ¿De lo que se está publicando? Gracias a la rapidez del internet y las redes sociales, hoy es posible tener a nuestro alcance cientos, miles y millones de páginas donde hay alguien que está diciendo algo. (Este espacio es prueba de ello).
Pero pareciera que esa misma rapidez ha invadido a los autores, escritores y editores. ¿Te has percatado de la rapidez con que se escriben los libros? ¿Cuántos libros escribe un autor al año? Esa rapidez da la impresión de más que ser un don particular es una necesidad por ser leído y por tener siempre algo que contar.
Leía a Stephen King en su libro: “Mientras escribo”1 donde menciona que el escritor podría proponerse una meta diaria de escribir mil palabras; pensé que eso es alcanzable y de hecho una buena oportunidad para escribir dos libros por año. No obstante, no sé qué tan recomendable es para alguien que escribe libros que hablan de la Palabra de Dios. Se requiere estudio de la Palabra, investigación, lectura de otros libros, comentarios, hablar con otros, mucha oración y paciencia para escribir un solo libro.
Entonces, ¿Cuál es nuestra responsabilidad como lectores? No digo como escritores, porque de eso quizá pudiera hablar en otra ocasión con alguien experto en el tema; porque yo no soy una master en escritura, para nada, nada más lejos de la realidad. Escribo de manera artesanal, soy una aprendiz, confieso mi inexperiencia.
Pero sí he aprendido a leer y a buscar entre las letras de los libros mensajes que transformen vidas desde lo más básico y que me lleven a desear conocer lo más robusto en Teología; mensajes que lleven a amar a Dios, a anhelar el regreso de Cristo; mensajes que muestren la pecaminosidad del ser humano y su urgente necesidad del Redentor; mensajes que nos lleven a pensar, a indagar en la Biblia, a buscar con anhelo la Palabra no adulterada y a cuestionarnos si acaso lo que hemos creído como verdad, en realidad es una mentira vil.
Quisiera que nos preguntáramos y respondiéramos con total honestidad, lo siguiente: ¿Qué estamos buscando como lectores? ¿Necesitamos ser más conscientes de los libros que adquirimos y de la vida detrás de los autores? ¿Qué me importa más, la calidad o la cantidad de libros? ¿La historia que se narra o la popularidad de quien escribe? ¿Buscamos libros que muestren fidelidad a la Palabra? ¿Acaso somos rápidos en “asignarle el don de escribir” a quien sea que publique regularmente en internet?
No quiero sonar dramática o negativa en este tema; yo misma he tenido la oportunidad y bendición de ser publicada y, por increíble que me parezca, leída por personas que no conozco. Eso pone en mí esa responsabilidad de saber que lo que escribo no debe ser a la ligera; y, con eso en mente, es que me atreví a escribir esto y preguntar lo que pregunté.
Al final —como lo he dicho en otras ocasiones—, a pesar de todo cuanto pudiera pensar, Dios gobierna, Él reina no solo en mis letras, sino en las de todo el mundo. Tenemos un Dios que escribe y su pueblo escribe también; bien o mal, buenos mensajes o no, historias para principiantes o para eruditos, en todo eso Dios gobierna.
Quizá la novela que leí sí es un buen libro y yo solo soy demasiado exigente… puede ser, pero sirvió para que esta aprendiz de escritor busque mejorar y recuerde por quién y para quién es que escribe. Si lo recuerdo siempre, seguro me esforzaré para que mis letras y las historias que cuente sean dichas con excelencia, respeto y honra para mi lector principal.
Sirvió para que esta come libros aprecie y agradezca por los buenos libros, los que trascienden, los que cambian vidas, los que vale la pena leer. ¿Cometeré errores al leer? Seguro que sí. ¿Al escribir? Totalmente. Pero que esto sirva para que ni tú ni yo nos conformemos con la “casi” excelencia de los libros que leemos y, con la “casi” excelencia cuando escribimos.
KF
King Stephen, Mientras escribo, (Penguin Random House, CDMX, 2019) p. 171.
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