Les gustaba tanto aquel salón en el que pasaban la mayor parte del día, ese salón donde se generaban las conversaciones más sinceras y sin máscaras que podían tener entre amigos. Aquel lugar donde las sillas rara vez estaban vacías, donde un buen día supieron que debían tener una cafetera que los acompañara todas las mañanas con su aroma impregnando esos cuantos metros cuadrados que habían transformado en un cuartel.
Se acostumbraron a compartir pensamientos que rara vez salen a la luz con aquellos que no tienen toda la confianza. Se acostumbraron a verse todos los días, a sentirse en familia, a crecer en amistad. Era una locura poder hablar sin más ni más entre ellos, se creó una especie de vínculo en el que uno buscaba lo mejor del otro sin pensar quien está haciendo más por quien. Se acostumbraron a la costumbre, a la cotidianeidad y a que todo ocurría como cualquier día, nada fuera de lo ordinario.
Todos tenían una pasión y la desarrollaban bien a solas y juntos; una especie de don que cada uno tenía y que era diferente del otro. Era común escuchar cantos con una muy bien entonada voz, o chistes mal dichos que causaban risa de todos modos; era común abrir sus corazones para elevar plegarias y dejarse saber que se pertenecían porque Dios, el Creador, los había hecho amigos, los había llamado a ser familia.
Pero, de pronto pasa que en una comunidad de pecadores redimidos no todo es color de rosa. El orgullo traicionero que aún habita en los corazones llega sin avisar, se esconde sutilmente tras el amor para lograr espiar y darse cuenta de cuándo es el momento indicado para atacar. Es en el momento justo cuando sale a flote, es expulsado desde las entrañas salpicando y manchando todo cuanto está cerca; hiere, lastima, daña lo que se había cultivado con amor.
Pasa como un huracán destruyendo lo que se había construido y tiende a salir huyendo, escondiéndose nuevamente, vistiendo la máscara de la ofensa, de víctima y de juez, porque el orgullo “Ve a su alrededor las carencias en las vidas de sus compañeros y rápidamente puede señalarlas, pero rara vez se ve a sí mismo y reconoce sus fallas (Mt. 7:1-6)”.1
Entonces, como individuo y comunidad, es tan sencillo aprenderse versos y poesía, así como la Palabra viva para hablarla con elocuencia, pero es tan difícil vivirla cuando nos hemos acostumbrado a solo predicarla. “El amor cubre multitud de faltas”, “Por encima de todo, vístanse de amor, que es el vínculo perfecto”, “El amor sea sin hipocresía; aborreciendo lo malo, aplicándose a lo bueno”. La hemos creído porque de ella hablamos, pero al vivirla, al extenderla a otros, muchas veces nos hemos quedado cortos. Es como si el orgullo nos cegara y lo que hemos predicado y creído de repente se quedara en el olvido, o peor aún, como si solo aplicara para nosotros y no para quien nos ha herido.
De pronto, desde nuestro lugar de ofensa y víctima nos hacemos merecedores de la gracia y la Palabra eterna; nos consideramos aptos para recibir la gracia solo nosotros y no darla, no extenderla, porque nos han ofendido y, ¿no será que Dios también nos da la razón? Si Dios nos da la razón, entonces podremos ser jueces y victimarios para el que merece la pena máxima a nuestros ojos, porque no han alcanzado nuestro estándar, porque derribaron el ídolo que teníamos, porque mostraron que son como nosotros: pecadores, falibles, personas rotas, con emociones, con heridas y clamores. Personas de carne y hueso y no la deidad que esperábamos. Hombres y mujeres comunes y corrientes que sin más ni más nos han fallado.
El tiempo pasó, lunas y soles fueron testigos de que en aquel gran salón ahora solo queda el silencio, almas rotas que salieron de ese lugar derramando lágrimas como manantiales que fluyen y buscan el lugar donde estarán en paz, donde encontrarán libertad; pero también, un lugar donde puedan salir sin miedo a ser rechazadas y obligadas a callar.
Un salón inerte por instantes, donde antes reinaba la paz y la tranquilidad que fue arrebatada por la iniquidad, la intolerancia, la falta de unidad y perdón; en algún momento volverá a florecer, a solas… porque es más fácil deshacerse de alguien y olvidar, es más fácil que caminar una milla más y ayudarle a levantarse de entre las cenizas. Es más fácil voltear el rostro y fingir que todo es felicidad, en lugar de fortalecer las manos cansadas y débiles, en lugar de animar al de rodillas endebles y vacilantes; en lugar de decir al de corazón tímido: “¡Esfuérzate, no temas!”. Es más fácil olvidar y callar…
Lo que era un cuartel y un lugar para ser —en todo sentido— sin fingimiento, terminó por ser el lugar donde aquella mujer conoció el lamento… todo ayuda a bien, lo entendió de viva voz, porque huyó en silencio, en secreto y a solas con su familia, a refugiarse en los brazos de aquél que nunca la dejó, ni la abandonó aún en los momentos de soledad, de humillación, de abuso y quebranto, aquel que con su Sangre pagó lo que el pecado, desde que existió, tantas heridas causó.
Mis memorias | Abril 2022
KF
Daniel Puerto y Josué Pineda Dale, El orgullo, la batalla permanente de todo hombre (Editorial Portavoz, Michigan, 2021) p. 95