Cuanto disfruto las tardes como la de hoy. La cálida luz del sol entra de manera tenue a través de las cortinas de tul color crudo, siento cómo el sol acaricia mi piel sin ser agresivo. Qué relajante me resulta el soplo suave del viento que mueve las hojas de los árboles de eucalipto que viven y bailan fuera de mi habitación. Pierdo la noción del tiempo con facilidad cuando me encuentro en mi habitación, este lugar al que llamo mi refugio seguro.
Un refugio seguro que he logrado construir quizá por la soledad que envuelve mi atmósfera. Es extraño… siempre hay personas en este hogar, pero por alguna soberana razón estamos juntos y conversando solo en los tiempos de las comidas. En fin, mi habitación es espaciosa, tengo una cama Queen size muy alta. Los muebles que la acompañan han sido tallados a mano. Tengo un par de lámparas de talavera poblana que hacen juego con el marco del espejo que mira y es testigo de todo cuanto se habla y vive en este lugar.
Junto a mi cama está una cajonera guardarropa donde también escondo mi diario, ese cuaderno en el que escribo desde que supe que hay secretos que debo guardar, pero no olvidar. Sobre esa cajonera se encuentra uno de los tesoros que mi padre me ha heredado en vida, se trata de un viejo estéreo marca Zonda. Tiene radio AM y FM, un tocacintas en la parte superior que solo reproduce cassettes, y un tocacintas extra en la parte frontal que tiene la maravillosa función de grabar las canciones que se reproducen desde la radio, o bien, desde algún disco L.P. que sea tocado en la tornamesa superior. ¡Qué belleza de estéreo! Tiene un par de bocinas gigantes con un sonido tan nítido que puedes escuchar claramente cuando la aguja del tocadiscos tiene algún rastro de suciedad o pelusa.
Es en esa tornamesa donde se tocan las más finas melodías de los grupos que han marcado mi adolescencia. Grupos como Journey, Pink Floyd o Def Leppard siempre me acompañaban mientras sueño despierta esperando que la luz del sol claudique. Muchas veces me he quedado dormida, pero en la inmensa mayoría he estado visitando un lugar en mi imaginación, un lugar entre nubes y montañas. Un lugar que en otra ocasión abriré para que otros puedan entrar y ver cuán bueno es un mundo sin maldad.
Podría vivir así toda la vida… Bueno, ¿de verdad podría? —suspiro—. No sé si podría, digo, me encanta estar a solas, lejos de las personas, no quiero que me vuelvan a lastimar, pero también quiero experimentar la amistad verdadera, esa que a pesar de las diferencias y los conflictos que puedan existir sigue en pie. La cosa es ¿existen esas amistades? Es probable que sí, pero no me ha tocado la fortuna de tenerla. No sé si porque no he puesto demasiada atención en las otras personas, o porque no he sido intencional en cultivar ese tipo de amistades.
Ahora que lo pienso, esta mañana que estuve conversando con Lucía, me da la impresión de que tampoco es muy sociable que digamos. No sé si su historia sea semejante a la mía y por eso es que va con cautela en una nueva relación por superficial que ésta sea. No sé qué pensar… No sé cómo actuar en realidad. Tengo miedo de fallar una vez más, tengo miedo de que me rompan el corazón otra vez. ¿Seré la única a la que le pasa esto? ¿Seré tan rara como mis hermanos dicen que soy?
—¿Catalina, estás despierta?
Es mi madre al otro lado de la puerta de mi habitación. Dudo en responder. Amo a mi madre, Dios sabe que es así. Pero hay momentos en los que no tengo ganas de conversar con ella. Ella dice que se debe a que estoy en la adolescencia, que mi cuerpo está cambiando. Pareciera que olvida que estoy por cumplir los 19 años y que estoy en la universidad. O quizá tenga razón… No he madurado lo suficiente y por eso es que me sigue viendo como una «puberta».
—Sí, má. Está abierto, pasa.
—¿Cómo estás? Llamó por teléfono una chica llamada Lucía, ¿es tu amiga? Bueno, le dije que estabas dormida, lo siento, siempre te duermes por las tardes pensé que hoy también.
Mi madre… Hace preguntas sin esperar la respuesta, hace conjeturas sin siquiera dudar o preguntar.
—Gracias, má.
—¿Bajarás a cenar? Si sí, te dejé pan en la panera y hay café en la cafetera. Tus hermanos quién sabe dónde andan, seguro llegarán de madrugada, o mañana. Sabrá Dios.
—Gracias, má. Ahorita bajo.
Siempre he pensado que su forma de amar es alimentando a su tribu. Lo pienso así porque en cada cumpleaños siempre guisa el platillo favorito del festejado. Cada día hace de comer algo con sus manos, desde tortillas y queso, hasta pozole y caldo tlalpeño. No cabe duda que hay diferentes formas de amar. ¿Cuál será la mía?
—No te desveles —lo dice sin mirarme mientras cierra la puerta distrayéndome de mis pensamientos.
Y así como salió de mi habitación, lo hace siempre. Nuestras conversaciones siempre lucen igual, pero aún con todo eso me siento feliz de estar con ella. Sé que su vida no ha sido fácil y su infancia fue muy dolorosa, no la juzgo, intento entenderla. Todos tenemos una historia que contar. En fin. Sí bajaré por un pan con café y por supuesto que no dormiré temprano, no sé por qué mi madre me dice que no me desvele si sabe que es la hora en la que leo y escribo porque no hay ruido.
Mis pies descalzos pisan los escalones con cautela porque no quiero que se den cuenta de que bajé, no tengo humor de ver o de hablar con alguien. Mi padre, como siempre, está leyendo frente a la televisión que proyecta una novela mexicana. Tomo un jarro de barro de los favoritos de mi madre, tengo un antojo impresionante de ese café que ella hace. Le pone canela y desprende un olor inigualable así que me serviré hasta el tope del jarro. Escucho con atención que nadie se ha dado cuenta de que estoy en la cocina, me acerco a la panera con sigilo y espero que no rechine al abrirla… ¡lo logré! No hizo ruido, pero ¡Oh, ya no hay pan! Bueno, solo una concha de chocolate medio aplastada y mordida. Ni hablar… Parece que olvidan que vivo aquí.
Quisiera saber para qué me llamó Lucía, aún es temprano, esperaré por si vuelve a llamar, total, aprovecharé para seguir leyendo…
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