Soledad. Ese sentimiento del cual muchos huyen y otros aprecian. Pareciera que en un mundo donde las relaciones interpersonales son el motor diario, la soledad es apreciada, perseguida y atesorada.
Demasiado ruido en el ambiente nos lleva a apreciar el silencio. La rapidez excesiva con la que se vive el día a día nos lleva a perseguir la calma, la lentitud, la serenidad. Las emociones fluctuantes a medida que avanza el tic tac del reloj nos impulsan a anhelar la tranquilidad que se encuentra entre cuatro paredes, entre el silencio que grita que nos pertenecemos.
Tiempos de calma, tiempos de paz. Momentos que nuestro ser reposa en quietud; momentos en los que nuestra mente descansa del ir y venir diario. Tiempos de bonanza sin igual. No lo hemos de negar, son tiempos que se atesoran en la intimidad de nuestro hogar.
Para los introvertidos esto es lo más parecido al paraíso en la tierra. Pero hemos de comprender que no todo lo que brilla es oro, no todo lo que suena a paraíso es el Edén. Aún lo bueno que puede hacernos al alma, todo tiene un dejo de pecado en el ser.
Hay soledad que se atesora y se aprecia en este mundo caótico, ruidoso y rápido. Pero también está la soledad excesiva, la egoísta, la que se ensimisma y que no es más que una muestra de que algo no está bien. No está bien aislarnos en exceso, en silencio —y de alguna forma huyendo— porque no fuimos creados para vivir aislados en la quietud de nuestra soledad que busca arroparnos eternamente.
Ni en esta tierra ni en la que vendrá hay registros de que hemos de estar aislados de la comunidad. No. En el principio de los tiempos fuimos creados por un Ser relacional que planificó una sociedad, un pueblo y familias; juntos y unidos en intimidad sin igual. La soledad prolongada puede mostrarnos que hay algo más que buscar la bonanza en la tempestad.
¿Y qué si ese anhelo de estar solos todo el tiempo no es más que un reflejo del pecado que todo rompió en la rebelión? Un grito en silencio con el puño que enarbola un: «¡No te necesito!».
¿Y qué si esa soledad nos está mostrando que hay dolor, enojo, miedo o vergüenza en el corazón? Cosiendo hojas de higuera que ocultan la condición de nuestro corazón. Hojas que nos quedan chicas cuando la vergüenza ha hecho de la imagen de Dios estragos en el ser.
¿Y si la soledad solo es el fruto de una raíz que ha estado pudriéndose en el interior del corazón? Sentimientos, emociones que han estado guardadas durante tiempo suficiente que han carcomido la savia que nutría con vida los frutos que han dejado de tener buen gusto, aroma y color.
¿Es un buen momento para decir: «¡Miserable de mí!»? No… es un buen momento para decir: «Mientras viva, aún hay esperanza». Porque una cosa sé: aún la soledad nos recuerda a nuestro Dios, aún la soledad glorifica al Salvador. El día a día debe verse con la eternidad en el firmamento y con el buen pastor acompañándonos en el camino angosto dirigiendo nuestros pies. No estamos solos, en realidad.
La soledad que nos aísla de Dios y del mundo que grita que necesitamos al Redentor encuentra su libertad en aquel que a solas subió al monte a clamar por los que nos habríamos de quedar. La soledad encuentra su esperanza en aquel que dijo que nos convenía que Él se fuera porque vendría alguien que nos consolaría, que viviría en nosotros y que convencería al mundo de pecado, de justicia y de juicio (Paráfrasis Juan 16:7). No estamos solos.
Es Él quien nos ayuda a diferenciar entre la soledad que calma la tempestad estando en Su presencia, y la soledad que nos aísla y nos ayuda a ocultar lo que en público quizá nos cueste trabajo confesar.
Hay tiempos y tiempos. Es necesaria la sabiduría y el discernimiento; la compañía de otros, ser conocidos y dejarnos conocer para crecer. Pronto habremos de entender que pertenecemos a un Ser superior, y que aislados de Él, nada podemos hacer.
En Su Gracia
KF
#MisMemorias
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