Pudiera parecer que los escritores siempre tenemos algo qué decir o que siempre tenemos ganas de escribir sobre lo que sea. La realidad es que no siempre es así.
Es cierto que en determinadas épocas de mi vida escribí miles de palabras al día, pero ahora no es así. Hay días en los que me mantengo lejos del papel y la pluma, lejos de la laptop que almacena una gran parte de mis letras.
Hay días en los que lo último que quiero es escribir. Aun así, escribo. Por costumbre, por afición o por deber. Me he encontrado diciendo e incluso he escrito: “No tengo ganas de escribir”.
Eso.
No tengo ganas.
No recuerdo cuándo supe que quería dedicarme a escribir. Escribir solo por lo deleitoso que es para mí hacerlo. Escribir porque pienso que es la mejor forma en la que me puedo expresar y desenmarañar ese nido que se acumula en mi alma. Escribir para no olvidar y relatar historias a las que pueda regresar cuando desee y, si es posible, compartirlas con otros también.
Pero las cosas no siempre suceden como uno piensa que sucederán. Cualquier verdadero escritor sabe que escribir no se trata de ser publicado; ese no es el fin, esa no es la meta. Los escritores, escriben, aunque jamás sean conocidos o leídos.
No obstante, escribir conlleva una gran responsabilidad; así sea que solo se escriba en una servilleta mientras bebemos café, un diario, una red social, en un rincón en la web, en periódicos o libros que arrasen las librerías. Las palabras cuentan, tienen poder, son de gran influencia; las palabras hieren, sanan, dan vida, dan muerte, alaban y muestran odio también.
Tenemos libertad para expresarnos, lo hacemos sin pensarlo mucho. Tenemos libertad para decir lo que queramos, donde queramos y como queramos —a menos que violemos normas comunitarias y seamos expulsados o censurados—. Hablamos o escribimos sin control y nos hacemos necios mostrando lo que ya sabemos, es decir, lo engañoso que es nuestro corazón y lo que alberga en él.
Recuerdo que leí acerca de que la cantante Adele había dejado de publicar directamente en Twitter para evitar “meter la pata” y publicar algo que pudiera afectar su carrera.[1] Recuerdo pensar que sería super bueno tener dos personas (incluido mi esposo) que leyeran y decidieran si lo que escribo debiera publicarse o no.
Pudiera parecer extremo, pero la realidad es que en ocasiones la necedad de las palabras viene disfrazada de “no importa, solo digo lo que pienso”, se disfraza de “celo por la verdad” y también está disfrazada de “tengo qué decirlo a gran voz” y no, no tenemos qué decir todo, ni opinar de todo, ni conocer todo.
Hay palabras que se dicen o escriben solo para nosotras, otras son para compartir con los que tenemos cerca, otras para confesarnos solo con Dios; sobra decir que no es necesario hacerlo público. Me habría encantado escribir esto desde un sitio donde pudiera decir que no he fallado ni he caído en esto; pero al igual que Adele, muchas veces “he metido la pata” al escribir y mostrar más necedad que sabiduría, más rencor que perdón, más odio que amor.
A veces, solo necesitamos detenernos, callar, escuchar y permanecer quietos. Quizá esa falta de ganas de escribir se deba a eso, a que he hablado demasiado, por mucho tiempo.
Así que, conversando con mi esposo, le envié este texto que escribí para mí:
Si uno de tus motivos para escribir y hacer públicas tus meditaciones es la justicia propia o la venganza, por favor detente. Escribir desde un cúmulo de emociones que están anidadas entre el diafragma y la garganta y que sin duda se alimentan de rabia, de traición, de dolor, de insatisfacción o lo que sea que te esté carcomiendo; al compartirlas no te sanarán, créeme, solo producirán más dolor cuando tus palabras hayan embestido sin conmiseración a los que leen.
Cuando eso suceda, cuando ese cúmulo quiera salir desbocado listo para destruir, por favor detente. Escribe como método catártico, derrama tu corazón en las hojas en blanco, escribe oraciones, deja que fluya tu sentir; pero no alces la voz con tus letras como un megáfono para abatir a diestra y siniestra a cualquiera que se presente delante de ti. Porque, aunque esa no sea la intención, puede ser el resultado de hablar sin pensar y salidas las palabras ya no hay vuelta atrás.
Un corazón herido no sana dañando y haciendo sangrar a otros corazones. No sana enfermando a otros. No sana envenenando a otros. Un corazón herido sanará al amar, al consolar a otros, al servir, ayudar, al extender gracia, misericordia y amor en abundancia, porque ese corazón ha entendido quién es y a quién pertenece.
Las palabras que salen desde un corazón transformado, humilde, un corazón que ha sido amado; serán un bálsamo, un lugar para encontrar ánimo y consuelo, un lugar donde nos recordamos que nos amamos y que nos pertenecemos.
“Panal de miel son las palabras agradables, Dulces al alma y salud para los huesos” (Proverbios 16:24).
No es que deba compartirlo, solo quiero que, si alguien más se ha sentido sin ganas de escribir o por el contrario, con ganas de gritar a través de sus letras sin piedad a diestra y siniestra, sepa que no está solo y que quizá sea tiempo de detenerse, guardar silencio, escuchar, permanecer quieto y contemplar la vida aquí y en la eternidad.
KF
[1] https://www.huffingtonpost.es/2015/11/07/adele-twitter_n_8499546.html
Hermosa reflexión, un hermoso don que Dios le ha dado.