Jamás he probado un pozole rojo como el que cocinaba mi madre. No solo era delicioso, también era adictivo. Créeme, lo probabas una vez y tenías la necesidad de servirte al menos una vez más para quedar satisfecho.
En una vaporera como de 20 litros, doña Estela hacía el menjurje que encantaba a toda su tribu. Parece que fue ayer... —musito mientras escribo. Y es que sí, está tan presente en mi memoria que, casi casi puedo apreciar el aroma inconfundible del pozole de mi madre.
Esa anciana que se teñía el cabello de color borgoña y que en una ocasión le quedó morado buganvilia. Esa anciana que cantaba y silbaba mientras hacía de comer. «No me gusta cocinar» —decía—, pero al parecer lo fingía muy bien mientras hacía los coros de las canciones de Juan Gabriel.
Vestida siempre elegante, a tono y combinada, con uñas largas y zarcillos de oro haciendo juego con su reloj; pantalones de punto color palo de rosa con un blusón rosa metálico con flores doradas, y su bolso de piel a tono con sus Flexi color marrón.
Cuidaba los detalles, ahora que lo pienso bien. Cuidaba su limpieza usando un mandil con florecitas de colores y bolsillos al frente donde resguardaba, sin dudar, los Del Prado que fumaba sin cesar. Esos cigarros que guardaba celosamente en el cajón de las cucharas, un escondite muy malo para los jóvenes que de madrugada nos levantábamos para asaltarlos y fugarnos a resoplar y resoplar el humo que se elevaba anunciando una falsa libertad.
Mi madre, aquella anciana que cantando y fumando guisaba... Carne de cerdo, un tanto. Granos de maíz pozolero, media granja. Chiles (sepa cuáles y sepa cuántos). Y, mientras «abrázame muy fuerte amor» sonaba en su grabadora negra llena de cochambre en su cocina, ella cantaba sin ton, ni son.
De niño uno piensa que nuestros padres morirán muy de ancianos, o quizá es que es tan doloroso solo pensarlo que, siendo aún pequeños, preferimos ignorar ese episodio, callamos nuestra mente porque eso trae paz y descanso a nuestro infante corazón. Y vivimos la vida así, callando la obviedad de la muerte, olvidamos que estamos de paso en esta tierra y que la vida es apenas un suspiro, una neblina como dice la Biblia (Stg. 4:14).
Nunca aprendí de mi madre lo mejor que sabía hacer en el hogar: cocinar. No me tomé el tiempo para sentarme a apreciar lo que con sus manos solía transformar de una simple verdura a un suculento manjar. Mientras ella cantaba y guisaba, yo solía ignorar, prefería ausentarme e interiorizar, para letra a letra relatar en mi cuaderno de viaje lo que en el día me había logrado cautivar, y olvidaba el hecho de que algún día no la vería más, ni la escucharía hablar, ni sus manos volverían a palpar mi rostro con tranquilidad.
No me senté a disfrutar de esa vieja que lloraba sin parar cuando la risa era tanta, que la ahogaba de felicidad. Pido a Dios que en esta tierra me permita no olvidar el rostro de mi madre, lleno de arrugas que evidenciaba el paso del tiempo; que nunca olvide agradecer a Dios por la enorme gracia que nos permitió tenerla en casa, con sus achaques de anciana y el café dulce que aromatizaba las mañanas.
Hoy es parte de mis memorias, de mis recuerdos anclados en mis sueños y mi corazón contento. No puedo imaginar el día que ocurra nuestro reencuentro en el momento que nuestro buen Dios me llame para atraerme a su aposento.
Mientras tanto, aquí sigo recordando su arte culinario, cantando sus canciones, bailando con tambores y llorando, por qué no, por los recuerdos que dejó plasmados en mis años primeros, con sus canciones, sus amores toscos, y su manera única de cantar la vida sin pensar en el qué dirán.
Gracias a Dios por la vida de mi madre, por los recuerdos que tengo de ella, por las risas y ocurrencias que día a día nos compartía. Sí, la disfruté en vida, poco, aunque suficiente, tanto como Dios quería.
En Su Gracia
KF
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