Es la 01:42 de la madrugada de un sábado sumamente cálido. Es curioso, no había sentido tanto calor como hasta ahora. Es primavera, Karlita, el calor está subiendo, aunque no demasiado —pienso para mis adentros—. ¿Puedes imaginar cómo estará en verano? ¡Uf! Espero que no tanto como años anteriores. La realidad es que el calor no me gusta, prefiero mil veces el frío, aunque me escurra el moco y aunque estornude como desquiciada toda la mañana.
¡Pero, ah, qué delicia es poder dormir con un buen par de calcetines para cubrir el frío que se cuela entre las sábanas a media noche! Obviamente cuando hace calor debes dormir destapado, pero estamos de acuerdo que eso no es lo ideal para dormir. No, para dormir bien debes hacerlo tapado con la sábana hasta las orejas y al menos un edredón ligero que cubra toda la cama, sin hueco alguno, sin espacio que permita que un viento helado —u horriblemente cálido— se cuele por el interior del espacio en el que el cuerpo descansa plácidamente. Eso es dormir, si piensas lo contrario, bien, ya podemos dejar de ser amigos.
Lo sé, he estado usando muchos adverbios, sé que los odias y que has adoptado la frase de Stephen King: «El camino hacia el infierno está plagado de adverbios y lo gritaré desde los tejados». Pero, por favor, Karlita, tenme paciencia, poco a poco los iré dejando —puedes reír si te hace tanta gracia como a mí saber que me cuesta mucho hacerlo—.
Bueno, he estado leyendo mucho, pero he decidido dejar de hacerlo mientras haya sol que se cuele por las ventanas y esté escribiendo un libro o mi novela. ¿Parece loco? No lo es. Me he percatado que leo para postergar la escritura. Es una forma de procrastinar con estilo, con delicadeza, con intelectualismo fallido o más bien, falso. No sé si le pase a todos los escritores, pero, he descubierto que el síndrome del impostor me insta a «fingir» que estoy en un bloqueo literario solo para procrastinar un poco. Lo siento, lo descubrí justo cuando procrastinaba con estilo.
He leído diarios de los autores que más me inspiran y la inmensa mayoría de ellos tienen —o tenían antes de morir— rutinas muy bien establecidas. Se levantan y lo primero que hacen es escribir durante horas, salen a distraerse un poco caminando o visitando cafeterías y vuelven para leer sus escritos y siguen escribiendo hasta que les llega la musa nocturna.
Me encanta la idea de poder hacerlo así algún día, pero mientras esté con las manos llenas en este hogar que tanto amo y en el que por más que busco un poco de silencio nomás no se deja alcanzar, seguiré viviendo y eventualmente seguiré escribiendo rodeada de gritos, canciones infantiles, ruido de la lavadora, la olla exprés, los vecinos y sus fiestas. Al fin y al cabo, creo que he aprendido a no esperar «las condiciones ideales» para escribir. Simplemente me siento, bebo café, tomo mi pluma y escribo, ya sea de día, de tarde o muy entrada la noche porque siempre hay tiempo y siempre siempre siempre hay historias que contar.
Ya lo dijo EB White:
«Un escritor que espera las condiciones ideales para trabajar morirá sin poner una palabra en el papel».
Continuamente me preguntan: «¿¡A qué hora escribes!?» Quizá porque se han dado cuenta de que estoy envuelta en las actividades propias de una esposa, mamá, ama de casa y en ocasiones editando para otros que seguro piensan —con atinada razón— que no hay tiempo para nada más.
Bueno, te cuento que regularmente escribo por las noches, ya que todos duermen aprovecho unos minutos o a veces más de una hora para escribir acerca de algo en lo que he estado meditando durante la tarde, o incluso, durante días enteros. Pero también me funciona levantarme muy de mañana, antes de que salga el sol y antes de que haya movimiento de todos los habitantes de este cuartel hogareño.
También me funciona mucho escribir aprovechando los tiempos “muertos” en el día; es decir, esos minutos que pasan mientras hago otra actividad como mencioné anteriormente. Por ejemplo: mientras espero que salga la ropa de tallarse en la lavadora, suelo escribir.
Trato de siempre tener plumas en mi bolso y un cuaderno o una agenda donde pueda escribir porque en ocasiones la idea o una frase llega a medio camino a la iglesia, en el parque mientras mis hijos juegan y a veces en la fila de la gasolinería. ¡Una app de notas en el celular también funciona! Pero soy más de la vieja escuela, prefiero escribir directamente en papel blanco, con pluma de punta mediana color negro y azul.
Amo la lentitud de escribir a mano, de leer el borrador y corregir una y otra vez rayando, garabateando sobre las palabras, pegando notas, escribiendo, sobrescribiendo y reescribiendo. Mientras corrijo, en ocasiones, me animo a ir escribiendo directamente en mi laptop, pero no siempre. Hay ocasiones que lo hago hasta que pienso que ya no hay tantos errores qué corregir y entonces lo paso al papel virtual solo para darme cuenta de cuánto necesito cambiar una vez más, pero ya lo corrijo en hojas impresas.
Rutinas de señoras, ya sabes. Me gustan las rutinas, podría escribir con detalle cómo son todos mis días porque tengo mucho tiempo haciendo básicamente lo mismo. Pero esa es demasiada información. Solo diré que guardo frascos y cajas que por lo regular no uso; mi hermana la mayor —la que me enseñó a cantar a todo pulmón en los pasillos de Wal Mart— siempre ha dicho que cuando las mujeres comenzamos a hacer eso es porque estamos envejeciendo. No lo creía hasta que comencé a vivir con la crisis de la mediana edad. Touché, sister, tenías razón.
En fin, qué bella es la vida, qué románticos los cielos, qué complejo es el corazón humano como para no escribir y contar lo que se vive un día a la vez. Pero será en otra ocasión, mientras tanto, agradece al Creador.
Mis memorias, en su gracia.