No todos los ojos abiertos ven. Ciegos a nuestra ceguera somos. Ciegos a la ceguera de otros caminamos sin percatarnos. «Ciegos que guían ciegos»[1] en un punto de la historia se escuchó decir y, sin embargo, seguimos avanzando.
¿En qué momento comenzamos a ver con claridad? ¿Cuándo nuestros ojos comienzan a vislumbrar hombres que parecen árboles que andan?[2] ¿Cuándo es que las tinieblas que nublan nuestra visión se comienzan a disipar?
Hombres que parecen árboles que andan cerca de nosotros; muchas veces sostenemos sus manos, escuchamos sus corazones latir, oímos sollozos que claman por ver y experimentar la libertad. ¿Cuándo comenzamos a ver su realidad? ¿Dónde estamos? ¿Dónde está nuestro tesoro, dónde nuestro corazón?
Porque si hemos de ser honestos, árboles andantes fuimos en alguna ocasión. Nuestras raíces sin profundidad mostraban los embates de la falta de agua viva, la falta de tierra árida. Nuestra corteza reseca y los surcos en ella daban evidencia de una vida lejos del lugar donde debíamos estar. Desarrollamos una corteza áspera y dura para proteger ese núcleo que nos mantenía vivos, o sobreviviendo, según como lo queramos ver. Los frutos que emergían de nuestras ramas dejaban ver lo raquítico y desnutrido de nuestro ser. Así no es como debía ser.
Andábamos errantes, caminando a tientas, con el sol a cuestas. Fijando nuestros ojos al horizonte, a aquel lugar que parecía utópico de alcanzar y llegar. Irreal a nuestra corta visión, deforme y distorsionada realidad. Noches pasaban una tras otra, todo parecía más claro y más real conforme menos luz impactaba nuestra obscura situación. Nos acostumbramos a vivir así, o es que no teníamos otra opción, porque no la conocíamos, todo eso era la realidad de nuestro ser. Pero así no es como debía ser.
Árboles que andaban en compañía de otros con la misma corta visión, con el mismo pesar. Pero Dios, en su bondad, a los ciegos hizo mirar, de la cautividad nos hizo rescatar y hoy podemos ver con claridad.[3] Fue al escuchar la voz del Hijo de Dios que nuestros ojos comenzaron a buscar con desesperación la luz que alumbra la verdadera realidad, no la que conocíamos, sino la que debía ser y no habíamos creído.
Fue al mirar el costado del Hijo amado, que vimos a los hombres como hombres, dejamos de ver y creernos árboles que andan. Vimos la imagen del Dios de los cielos en ellos y en nosotros plasmada, representaciones gráficas que ríen y lloran, que cantan y se gozan por haber recibido el agua de vida, tierra fértil y un corazón nuevo. Las tinieblas, de nuestra vida, por fin se han disipado.
Porque lo hemos visto
Es verdad que no todos los ojos abiertos ven. Ciegos a nuestra ceguera somos. Ciegos a la ceguera de otros caminamos sin percatarnos, pero porque ahora lo hemos visto, porque hemos sido testigos de que hay un mejor camino donde el horizonte que admiramos ya no es utópico, sino el destino al que con paciencia vamos llegando.
En el camino vamos, miramos nuestro entorno y muchos árboles que andan se nos van presentando. ¿Nos quedaremos mirando? En misión estamos, unos a otros nos acompañamos, como familia en la fe buscamos ayudarnos, y guiar a los que no se han dado cuenta de que son ciegos que necesitan dirección, andar por un camino mejor donde la historia es mayor, donde cada persona tiene valor.
Nuestros ojos han sido abiertos, se nos ha dado un nuevo tesoro, ahí donde está nuestro corazón. Un corazón que ha sido consolado para dar consolación, que ha sido rescatado y tiene compasión por los que viven sin amor, sin esperanza, sin dirección. Puede estar a tu lado, quizá no has visto cuán ciego es. Se trata de cerrar los ojos una vez más para abrirlos y ver con más claridad.
No más ciegos guiando ciegos. En una comunidad de fe, juntos vemos mejor, juntos nos servimos mejor, juntos nos guiamos y guiamos a otros a la luz que disipa tinieblas, la que nos hace ver con más claridad. Hombres como árboles que andan, será solo una parábola más para ejemplificar nuestra necesidad de la luz del mundo que alumbra nuestro caminar por el camino angosto, hasta llegar a la eternidad.
[1] Mateo 15:14
[2] Marcos 8:24
[3] Salmos 146:8
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