Solía mirarme en el espejo solo si era absolutamente necesario. No siempre estuve cómoda con el reflejo que veía en él. Crecí con una profunda frustración por la forma de mi cuerpo; esta no era semejante a la imagen de las reinas de belleza, luego entonces, yo no era bella, así que prefería no mirar.
Fueron muchos los años en los que el espejo solo me recordaba lo que ya sabía: No eres hermosa. Tu imagen no es agradable a la vista de los demás, no cumples con el estándar, deberías hacer algo. Claro, ese algo se traducía a hacer dietas exhaustivas, ejercicio con el fin de castigar el cuerpo que no era afín a los estándares de belleza, tomar píldoras que me ayudarían a ejercer el dominio propio que no tenía; incluso a castigarme dejando de comer por días.
«Algo malo hay en mí» repetía una y otra vez delante del espejo. Miraba mi figura y lejos de agradecer por él, reclamaba a Dios por lo injusto que había sido conmigo al hacerme como me hizo. «Si sabías lo infeliz que sería ¿por qué me creaste así?» —gritaba al cielo—, algunas veces a gran voz, otras muchas en el silencio de mi corazón mientras el llanto ahogaba mi dolor.
Un día, en mi desesperación, decidí que no habría espejos en mi hogar. Evitaría lo más posible el tener que verme de cuerpo entero. Desviaría mi mirada en el reflejo de los vidrios de las ventanas, evitaría las fotografías y, por supuesto, nadie tendría que saber que sufría en silencio.
Pero qué va… el sufrimiento no siempre se puede ocultar por mucho tiempo; mucho menos cuando hay alguien cerca que siempre está observando y pendiente de ti. Esa semilla de sufrimiento tan pronto como comienza a germinar, otros la pueden observar si prestan atención.
Algunas veces solo vemos el fruto que cuelga de las ramas de ese árbol inmenso que se ha enraizado en nuestros corazones y que cuesta mucho deshacerse de él. Fruto que intentamos esconder, pero es imposible cuando este abunda y crece sin piedad. Fruto de un corazón que tiene raíces profundas en él.
Reflejo del corazón
¿Qué me reflejaban los espejos? ¿Qué decían de mí? ¿Era eso una realidad? Los espejos solo reflejaban lo que había en mi corazón. Esos espejos me mostraban con claridad los frutos que venían de unas raíces que estaban siendo bien nutridas para dar un fruto abundante de desaprobación y falsa identidad.
Pero ¿qué o quién las estaba alimentando? En mi caso, esas raíces eran alimentadas por las mentiras que creía acerca de que la talla corporal dicta cuán bella eres; por creer la mentira de que Dios no había sido justo conmigo al no darme un cuerpo con el que pudiera competir con las reinas de belleza en el mundo. Las alimentaba también mi propia conmiseración al sentirme víctima de las circunstancias e incluso de Dios.
Suena fuerte, lo sé. Esos sentimientos parecen ser de alguien que no cree en Dios; sin embargo, eso estaba alimentando las raíces en mi corazón que daban el fruto de dolor, desaprobación y rechazo a mi persona.
Los espejos me recordaban quien creía ser; me mostraban las mentiras que se habían encarnado en mi corazón. De hecho, me he percatado de lo sencillo que es olvidarse de lo que Dios dice que somos cuando lo que el mundo grita hace eco en nuestro corazón. Sin embargo, una persona que tiene el corazón lleno de quien Dios dice que es, difícilmente resonará en él el eco de las palabras de desaprobación que intentan entrar y echar raíces.
Cuando estamos centrados en nosotros mismos nos hacemos sordos, ciegos e incrédulos a lo que Dios dice acerca de nosotros.
Pareciera que cuando más centrados estamos en nosotros mismos —ya sea en la imagen corporal como en este caso—, creer o incluso recordar lo que Dios dice acerca de nosotros nos será mucho más difícil de escuchar y creer.
La vida en el espejo
Pero aún en los lugares donde no escuchamos, no vemos, no creemos, olvidamos o —me atrevo a decir— no conocemos lo que Dios dice que somos, aún en esos lugares Dios nos encuentra y nos atrae a Él, por gracia. Es por su amor, por medio de Su Palabra que nos permite conocer quiénes somos en Él, por Él y para Él.
Su Palabra es el mejor espejo, es en ella donde nos vemos tal cual somos. Es en ella donde nuestro corazón es abierto para conocer las raíces que se encuentran dando frutos que brotan en nuestro día a día por medio de las palabras, nuestros actos, lo que tememos, lo que creemos de nosotros mismos.
No obstante, como mencioné anteriormente, es probable que olvidemos lo que Dios dice acerca de nosotros por vernos en el espejo equivocado o por centrarnos en nuestra propia imagen, por creer mentiras y repetirlas una y otra vez.
Esto me recuerda lo que el apóstol Santiago menciona en su carta, cuando dice: «El que escucha la palabra, pero no la pone en práctica es como el que se mira el rostro en un espejo y, después de mirarse, se va y se olvida en seguida de cómo es» (Stg. 1:23-24 énfasis mío).
Me pregunto: ¿Cuántas veces me habré visto en el espejo de la Palabra y habré olvidado lo que dice que soy? ¿Cuántas veces evité ir delante de ese espejo y me perdí de ver y conocer la imagen de Cristo con la que Dios me creó? ¿Cuántas veces habré preferido alimentar las raíces que emergían desde mi corazón en lugar de refugiarme en la voz escrita de Dios y deleitarme en lo que dice?
¿Cuántas veces habré olvidado que la Palabra de Dios es el espejo donde me debo mirar porque su reflejo no me miente, no daña mi imagen, sino que la transforma?
Fue hasta que entendí que mi valor está en su imagen, no en la mía que pude ver que el reflejo en los espejos, en los cristales y en las fotografías muestran los embates del pecado, pero al mismo tiempo muestran la gracia de Dios que, aún siendo pecadores Cristo murió por nosotros (Ro. 5).
El reflejo en los espejos me recuerda que el cuerpo se enferma, envejece, se duele, se deforma y se le da un mal uso a causa del pecado; pero también me recuerda que es temporal, este cuerpo algún día bajará al sepulcro y, en el día de Cristo resucitará y será como debía haber sido.
Mientras eso sucede… Me miraré al espejo, me llamaré santo. Miraré mi reflejo y alabaré a Dios porque la imagen de Su Hijo está siendo perfeccionada en mí. Miraré al espejo y recordaré quién Dios dice que soy: Santo, amada, soy hija, perdonada, rescatada, adoptada, salvada, transformada, perfeccionada.
Este es un recordatorio de que hasta el día de mi muerte debo llenar mi corazón, mis oídos, mi mirada de lo que Dios dice que soy. Y no solo eso, ese mismo mensaje debo compartirlo con quienes amo y con quienes me escuchen o lean. El señor viene pronto, nuestra vida deberá reflejar que en Él hemos creído y que en Él hay libertad, incluso de las raíces que producen frutos de desaprobación y falsa identidad.
En Su Gracia
KF
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Gracias Karla, le agradezco tanto a Dios por usar tu vida y ser de bendición para muchos, por ser de tanta bendición para la mía. Muchas Gracias. Un abrazo.