Hay tiempos y tiempos. Unos que quisiera memorizar por la eternidad y otros que quisiera tener el superpoder para poder olvidar y quitar de mi piel el dolor que causó determinada situación en mi corazón.
Escribo para no olvidar. Escribo una y otra vez las memorias que quiero conservar en el centro de mi corazón, las Palabras que he escuchado decir en la Palabra escrita del Creador.
No quiero olvidar sus estatutos, quiero conservar claramente en mi memoria las historias que narran la gran historia donde en el principio creó, Dios los cielos y la tierra. Historias que recorren civilizaciones, estaciones, mentes y corazones, desde el este del Edén hasta la ciudad nueva, donde adoraremos como un solo hombre.
Escribo y escribo para no olvidar… porque conforme pasa el tiempo, conforme envejezco, conforme voy creciendo en edad y en conocimiento, quiero conservar lo que de verdad ha valido la pena cultivar en todo ínfimo momento.
Escribo para no olvidar…
En mi mente quiero conservar las palabras suaves que se dicen entre dientes en la penumbra de la habitación.
Recordar las carcajadas al aire, carcajadas que se sueltan entre amigas, con miradas sinceras alrededor de una mesa en un atardecer. Risas que complementan el sabor inigualable de un buen café, una sonrisa y un buen pastel.
No quiero olvidar las lágrimas derramadas a solas y en el silencio de una habitación, pero también las lágrimas que sanan, esas que son acompañadas de otros corazones que laten y se unen al dolor que experimenta un corazón que sufre, que llora, que clama por libertad y sanidad del alma. Lágrimas que sanan.
Escribo para no olvidar los abrazos que nos recuerdan que estamos en casa. Esos abrazos que rodean el alma, que nos recuerdan que no estamos solos, que nos pertenecemos, que somos conocidos y en su historia, al final de los tiempos estaremos más unidos.
Las palabras suaves, las que se dicen anteponiendo el amor al otro. Palabras suaves que dan vida, que sanan corazones, que traen esperanza, que nos llevan a hacer y cantar canciones.
No quiero olvidar los mensajes en código, las palabras sin decir, las frases que nos llevaremos a la tumba porque se dijeron en confianza, en secreto, en confidencia y las elevamos al cielo en busca de respuestas.
No quiero olvidar el tiempo brindado entre hermanos para procesar sentimientos que pensamos olvidados o que quizá no habíamos entendido y aprendido a identificarlos.
Tiempos de escuchar en silencio, de abrir corazones con un escalpelo santo que ayuda a encontrarnos con el Dios que liberta, que libra de la condenación, quien cubre nuestra vergüenza, quien nos llama amados, hijos, santos.
No quiero olvidar el privilegio de escuchar a aquellos que ríen y a quienes lloran. Prestar atención a los que durante mucho tiempo han estado en silencio por temor, por falta de confianza, por una falsa compasión.
No quiero nunca olvidar los sonidos del silencio después de una tempestad, física o del alma. Ese sonido que nos recuerda que en la cruz hubo un silencio al proclamar: consumado es. Las tormentas no son eternas, la paz que viene con el personaje principal de la historia, sí.
No quiero olvidar el sonido estruendoso de un mar embravecido que nos recuerda que no hemos perecido porque el capitán controla el mar. Así será, día y noche, hasta llegada la hora de encallar y bajar a almorzar en la mesa en la que nuestro nombre se encuentra reservando un lugar para estar.
Escribo mi historia para no olvidar las manos que cocinaban al calor de una llama que parecía nunca faltar en ese hogar. Los ojos cansados rodeados de arrugas que no podían ocultar una fuerte vida vivida en soledad.
No quiero nunca jamás olvidar los ojos zarcos que llorando confiaron su fe al Dios que los amó tanto. Quien levantando la mirada al cielo encomendó su alma al Creador que lo rescató en el momento que buscó con fe y esperanza su libertad, aunque prisionero de las circunstancias estaba.
Pero también escribo para no olvidar…
Los cielos claros, las nubes veloces que se mueven de prisa como queriendo anunciar que todo es buen tiempo si se ve con la mirada en la eternidad.
No quiero olvidar los atardeceres con libros que trazan historias que están situadas en la gran historia, la historia de verdad. Libros leídos al lado de mi amado que prepara un café americano, un café mientras tomo su mano siempre sabe mejor.
No quiero olvidar que entre sus brazos hay un refugio seguro que protege con uñas y dientes a su familia, la que se le ha encomendado guiar en el camino santo. Como un peregrino, mas no un desconocido.
No quiero olvidar los momentos tristes, los que me llevaron a clamar de rodillas, los que me acercaron al trono de gracia cuando más perdida estaba sabiendo que alguien mejor que yo, me podría consolar.
No quiero olvidar que soy conocida porque me han querido conocer, porque en Cristo todos somos conocidos, porque se me ha dado la oportunidad de pertenecer a una familia que ama, sin medida y sin descanso, porque se sabe amada por el origen del amor mismo.
No quiero olvidar que cada minúsculo momento de mi historia no ha pasado desapercibido por el Dios que creó las galaxias y el tiempo infinito.
No quiero olvidar que mis letras y palabras pueden dar vida y aliento o tristeza y tormento, debo elegir con sabiduría. Tengo la oportunidad de hablar o de callar, de decidir sembrar semillas de esperanza o de esparcir ajenjo y malva a los corazones que se acercan en busca de una palabra. Ser sabia.
Debo dar a otros lo que he recibido del Dios que me dio la palabra escrita como un medio para comunicarme mejor que la palabra hablada. Ser sabia. No quiero, ni debo olvidar que la verdad es poco preciada, pero es una necesidad. Otros necesitan escucharla, leerla, pero sobre todo verla vivida y en acción; así ellos querrán replicar la enseñanza con total convicción.
Escribo para no olvidar que somos fortalecidos en familia, en comunidad, en medio de nuestra vulnerabilidad porque hemos sido consolados para saber consolar.
A pesar de amar la soledad, crecer en comunidad es un bien preciado que todos deberían experimentar. La vida se disfruta más cuando tienes alguien con quien estar, en silencio o en ruido, pero estar.
No quiero olvidar la risa y el escándalo de los niños corriendo en el parque, recordando que no hay tiempo suficiente para disfrutar de la libertad. Tiempos que no volverán, tiempos que enmarco en la memoria eterna de mi corazón.
No quiero olvidar el aroma a café acompañado de amigos que derraman sus corazones en busca de quietud, de esperanza, de dirección. Amigos que se convierten en parte de la familia y que nos une algo más que una definición de relación de simpatía y confianza. Nos une la sangre de nuestro Redentor.
No quiero olvidar lo afortunados que somos cuando el pan llegaba cada mañana a nuestra mesa, producto de la Providencia y del gran amor de Dios.
No quiero olvidar a mis pocos amigos, los amigos de verdad. Los que me han permitido estar sin estar. Los que han estado, estando. Los que nos hemos escuchado, hemos llorado, nos hemos quebrado, pero hemos sido testigos de cómo Dios nos ha levantado.
No quiero olvidar los buenos libros, los que han sido escritos y nos llevan a soñar y anhelar la eternidad.
Y, por último, escribo porque no quiero olvidar esos momentos que en la quietud de mi habitación mientras escribo mis propios libros, recuerdo los libros de grandes autores que he leído, los que me han hecho derramar lágrimas de asombro por la prosa tan exquisita, una prosa que me recuerda que el dueño y dador de los talentos es el Dios que con su palabra ha creado lo más excelso que pueda siquiera imaginar con esta mente que se resiste a olvidar.
Escribo para no olvidar, porque mientras envejezco, más historias se añaden a este cúmulo de sensaciones que se tejen entre recuerdos y momentos que caminan junto a mí, en el camino angosto, ahí donde se vislumbra la gran ciudad, por encima del sol.
En Su gracia,
KF
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