El tema de las relaciones personales no es lo mío. Sé que debo ser más sociable y aprender a estar con más personas. Mi madre siempre me lo dice y hasta me obliga a convivir con gente con la que no siempre me gusta estar. Por ejemplo, cada domingo que vamos a la casa del abuelo, mi madre me pide que salude a la esposa de mi primo Arturo Miguel Angel. ¡Agh! Me cae mal y ni siquiera sé por qué. Pienso que es porque todo el tiempo está de aquí para allá ayudando a los demás, es muy atenta y siempre sonríe. De hecho, podría asegurar que he visto sus 32 dientes perfectos cada que sonríe.
Lo que mi santa madre no entiende es que no todas las personas son como ella ni como la esposa de mi primo. No a todas las personas nos gusta convivir con otros seres que respiran, hablan y disfrutan vivir cerca de otros. No lo entiende y, al fin de cuentas, parece no importarle.
Yo no soy así, a mí me gusta la soledad, amo mi espacio, la libertad al estar conmigo. No tengo amigas. Bueno, aunque Lucía me diga amiga, o yo se lo diga, no quiere decir que en verdad lo sea. Me aterra la idea de tener a alguien tan cerca de mí; me incomoda pensar que alguien comience a hacerme preguntas acerca de cosas que no quiero responder o que quiera darme su opinión y pretenda arreglar mi vida, como si algo malo hubiera en mí por no ser como los demás. ¡Ay, no! No quiero ser amiga de Lucía, ni de nadie. ¿Es tan difícil de entender?
—Catalina ¿estás bien? —Preguntó Lucía, por un momento olvidé que estaba a mi lado en el jardín del colegio—. Te quedaste helada, ¿todo bien? ¿Es por lo que te dije? No quiero que te sientas presionada para responder, solo quiero que sepas que en verdad me gustaría ser tu amiga, pero respeto tus tiempos y tu espacio, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza, qué rara mujer. Parece mi tía, aunque tiene mi edad. Pero, uau, nadie había mostrado interés y respeto por mí. No sé qué pensar.
—Y… ¿Qué decías acerca de la paciencia? Creo saber qué podcast dices que escuchaste. —Dijo mientras metía la mano en su mochila para buscar su celular—. Mira, ¿es este? —me mostró la pantalla de su smartphone.
—¡Es ese! ¿Cómo supiste? —Le pregunté con incredulidad—.
—Yo también lo escuché, pero no estaba segura de que era el mismo. Ella no es una terapeuta, es una consejera bíblica, la sigo desde hace tiempo —se tumbó en el césped una vez más—. ¿Sabes qué es eso, Cata?
—Bueno, sé lo que es una consejera, pero ¿qué tiene que ver la Biblia en todo eso? ¿Por qué se llama consejera bíblica?
Listo, mis dudas han sido disipadas, he confirmado que Lucía es como mi tía… abuela.
—Una consejera bíblica, bueno, es como una terapeuta que te escucha con atención, se interesa por ti y te da buenos consejos. Consejos, obviamente, que están basados en la Biblia.
Silencio incómodo.
—Ah, okey. Con razón algo decía acerca del amor y la paciencia, la verdad no entendí mucho, solo me impactó demasiado el amar a través de la paciencia. Yo no soy paciente —le dije.
—Sí, eso he visto —dijo sin dudar—. He visto cómo te desesperas cuando se les presta atención a otros más que a ti. He visto en clases las caras que haces cuando el profesor se detiene a explicarles a otros. Sí, he visto un poco tu falta de paciencia.
—¿Acaso me estás juzgando? —solo eso me faltaba.
—No, para nada. Solo comenté lo que he visto. De hecho, afirmo lo que tú dijiste, sí he visto que no eres paciente —dijo con amabilidad.
—Creo que no me esfuerzo lo suficiente —¿lo dije yo? Auch. Lucía tiene algo que no sé qué me hace hablar con confianza, me incomoda, pero al mismo tiempo me hace sentir bien hablar con ella—. He estado tanto tiempo enfocada solo en mí que no he tenido tiempo de ser paciente con los demás —continué—, y siguiendo lo que dijo la terapeuta, o bueno, la consejera, no he sabido amar a otros. No me gusta mucho cómo soy, Lucía, pero así soy. No es como que una persona cambie de la noche a la mañana solo porque quiere, ¿o sí?
Lucía parpadea, está sentada a mi lado, me mira con ternura y algo de incredulidad. No responde sin pensar, me observa como si quisiera ver más dentro de mí, como si pudiera hacer una radiografía de mi corazón, me doy cuenta de que la sorprendí.
Comienzo a transpirar, que incómodo me resulta ser observada por alguien. Que incómodo es tener la atención de otros. Digo, creo que desde que entré a la adolescencia el mundo que me rodeaba se olvidó de mí, y eso para mí fue genial, no tuve que lidiar con nadie, podía estar a solas, rodeada de mis libros, con mi música, mi espacio, mi respiración, mi mundo. Lo sé son demasiados «mi» en una oración. A mi lado escucho que Lucía susurra:
—Cata, vamos poco a poco ¿sí? Esta mañana ha sido un tanto rara ¿no crees? —sonríe—.
—Sí, tuve un mal augurio desde que salí de casa —froto mis manos.
—Pero no rara de malo, sino diferente. ¡No temas! —se echa a reír.
—No sé… para mí sí es escalofriante, Lucía. ¿Sabes cuánto tiempo tenía sin sostener una conversación con un ser humano que vive fuera de mi casa? Ni siquiera podría mencionarlo, hago lo posible por pasar desapercibida, por ser invisible a otros. Así que hablar contigo, para mí es muy muy raro —dije con sinceridad—. ¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.
Parece que Lucía ha visto una buena oportunidad para seguir conversando más adelante. Mira al vacío y no me queda la menor duda de que en alguna parte de su corteza cerebral se encuentra albergada alguna viejecita que le dice qué hacer y qué decir de manera correcta. De hecho, ella es como una viejecita con piel de durazno. Antes de empezar a hablar suspira, cierra los ojos y pregunta con su característica dulce voz provocadiabetes:
—Cata, ¿estarías de acuerdo en que nos viéramos al menos una vez a la semana por las tardes? —Siento un golpe al hígado—. Fuera de la escuela, podríamos tomarnos un café o un té, lo que prefieras. Yo invito —me mira con entusiasmo.
—Ehm, sí, me gustaría. ¿Cada semana? ¿A partir de hoy? —titubeo.
Algo que debo aprender de Lucía, es justamente a no responder sin pensar. No pensé la respuesta. No estoy segura de querer ir, no estoy segura de querer hablar. ¡Mamá, ayúdame! Grito dentro de mí. Una abuela encerrada en el cuerpo de mi compañera está manipulando mi mente, algo en ella me anima a seguirla. Quizá en el fondo sea la versión femenina de Darth Vader. Ay, no sé qué hacer. Transpiro, respiro, exhalo…
—No, hoy no puedo —dijo—. Es probable que mis padres no me dejen salir si se enteran que el profesor me expulsó de su clase.
—Lo siento, fue culpa mía.
—Fue culpa de las dos, mira que perdí la noción del tiempo. ¿Te parece bien que nos veamos mañana antes de entrar a clases, en el mismo lugar de hoy? —preguntó.
—Sí, ahí estaré. Lamento mucho que no tengamos las mismas clases en el resto del día —¿lo dije o lo pensé? —. Gracias, Lucía, por escucharme.
—A ti, por conversar. Nos vemos mañana.
Se despidió con un beso al aire y caminó hacia su salón. Me quedé tumbada en el césped viendo las nubes pasar, demasiadas cosas locas y raras pasaron en menos de dos horas. Sé que debería sentirme feliz, pero la realidad es que me siento muy triste. Es raro, soy rara, o al menos es lo que han dicho siempre de mí. Y, sí, debo serlo. Una mujer rara en un mundo raro; tan rara que lo que es normal para el mundo, para mí es muy extraño y en ocasiones incómodo. Tengo miedo de estar abriendo una puerta que después no podré cerrar, tengo miedo de que Lucía pueda entrar y que al final de cuentas salga huyendo, abandonándome, asustada de quién en realidad soy. Dios, no te conozco, pero puedo ver lo difícil que es vivir en este mundo raro que creaste.
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