Publiqué en mi twitter el siguiente mensaje:
Mostramos más el evangelio al atender a nuestros esposos e hijos en sus necesidades básicas, que cuando nos grabamos estudiando la Biblia para compartirlo en nuestras redes sociales.
No porque sea malo compartir nuestro devocional o estudio, sino que he meditado junto a mi esposo y con algunas hermanas quienes también son generadoras de contenido en internet, acerca de las prioridades y la intención que pudiera haber detrás de publicar en las redes sociales.
Es verdad que tenemos una maravillosa herramienta para compartir el evangelio a través del internet. Pero también es cierto que podemos caer en la vertiginosidad de buscar ser visibles a más y más personas, no por el mensaje de Cristo, no por darlo a conocer, sino para darnos a conocer a nosotras, nuestro rostro, nuestros talentos y hasta nuestra vida privada para obtener algo a cambio.
Podemos estar dando más de nosotras no como un servicio en respuesta al evangelio, sino para recibir algo que nos beneficie; por ejemplo: likes, una condición de celebridad, reconocimiento doctrinal o teológico de parte de aquellos que admiramos. También podemos estar buscando ser líderes de opinión o buscar ser visibles a empresas que también son ministerios. Es decir, buscaremos hacernos de un nombre para sobresalir.
Dirás: «Pero estoy dando a conocer a Cristo». Sí, eso es bueno y es nuestro deber; sin embargo, necesitamos estar arraigadas en la Palabra para no olvidar que nuestro lugar de influencia es principalmente en nuestros hogares, con los que habitan con nosotras, pero también con quienes nos visitan o visitan a nuestros hijos.
Podemos tener cientos de miles de seguidores y aún así ser desconocidos en nuestros hogares. Desconocidas ahí, en el hogar que Dios nos ha dado como nuestro refugio, nuestro campo misionero, nuestro seminario en primera fila; ahí donde conocemos y vivimos con personas que Dios nos ha dado para cuidar, instruir, exhortar, amar.
No es glamoroso, lo sé. Es posible que en todo lo que hacemos en el día, al llegar la noche, no recibimos ni un solo reconocimiento. Es probable que sintamos que somos invisibles y que nadie se da cuenta de toda nuestra labor. Quizá tardemos dos horas guisando para que alguien exprese que no le gustó el sabor. ¿Cómo responderemos? ¿Haremos un reel para animar a los nuestros a reconocer nuestra labor? Porque con seguridad no podemos darles unfollow y tampoco los podemos silenciar.
Pero también quizá nuestro tiempo de quietud con Dios es el único lugar donde podemos estar desconectadas, por así decirlo, de las labores de nuestro hogar y donde podemos descansar en completa paz y, créeme, espero que eso sea una realidad en cada persona alrededor del mundo.
Y, de ese tiempo de quietud, es probable que a ninguno de los que viven con nosotras les interesa saber con urgencia qué fue lo que Dios nos mostró de nuestro corazón y nuestra pecaminosidad o qué aprendimos en Su Palabra; quizá ninguno de ellos nos pida que les demos un curso de cómo estudiar la Biblia y cómo meditar en ella. Quizá ni se enteran de cuando oramos y lloramos a los pies de la cruz, y ¿sabes qué? eso es bueno.
Es bueno porque nos ayuda a olvidarnos de nosotras y nuestro afán de reconocimiento, nos hace centrarnos en Dios y en su obra en nuestros corazones. Nos hace anhelar la luz de Cristo más que los reflectores virtuales. En pocas palabras: nos hace morir a nosotras mismas.
Aunque, siendo realistas, si comparamos el reconocimiento que obtenemos y recibimos de parte de nuestros seguidores en las redes sociales, con lo que obtenemos y recibimos en nuestros hogares, ¿dónde crees tú que pasaremos más tiempo? ¿Hacia dónde se inclinarán más nuestros afectos?
¿Qué pues diremos a esto? ¡Dejemos las redes y dediquémonos solamente a nuestro hogar! Sí, en algunos casos, y si Dios lo pide, por supuesto que será así de radical. En otros casos solo se trata de reconocer que hemos dado prioridad a algo que no tiene ni merece ser prioridad en nuestra vida y por el que hemos restado valor a algo que Dios sí ve valioso: nuestro hogar.
De hecho, no sólo lo ve valioso, sino que reconoce nuestra labor. El fruto de nuestras manos, fruto de la semilla que Él siembra, hace germinar, florecer y dar fruto en abundancia a su debido tiempo. Porque nada de lo que hagamos es en vano si lo hacemos como para el Señor y reconociendo que, antes de darnos una plataforma, nos dio un hogar, una familia, amigos que aún necesitan del evangelio tanto como nosotras. Tenemos personas cercanas que necesitan ser amadas, escuchadas y servidas.
¡Pero cuánto cuesta servir con dedicación, dulzura y compromiso al que no nos reconoce ni nos agradece nada de lo que hacemos! ¡Cuánto nos cuesta servir sin recibir algo a cambio! Parece que olvidamos que «el que entre ustedes quiera llegar a ser grande, será su servidor, y el que entre ustedes quiera ser el primero, será su siervo; así como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar Su vida en rescate por muchos» (Mt. 20:26-28).
Cuando entendemos que ser misioneras es dar a conocer a Cristo, Su obra en la cruz y que el Reino de Dios se ha acercado a nosotros, ya no nos enfocaremos en ser visibles, en ser populares, en ser una lámpara encendida a las naciones para ser reconocidas, sino que buscaremos compartir de Cristo a todos los que —soberana y providencialmente— están cerca, muy cerca de nosotras. Con los que compartimos el día a día, con quienes reímos, con quienes lloramos, nos enojamos y con quienes nos dejamos conocer tal cual somos.
Eso, por mucho que busquemos ser reales y cotidianos en las redes al salir sin maquillaje, con ropa de cama o recién levantadas, nunca será real. Solo los que nos conocen de cerca y pueden ser testigos de lo que Dios ha hecho en nuestros corazones, si hemos rendido nuestra vida a Él, podrán ver la realidad de quienes somos, al natural, sin máscaras y sin filtros.
Tenemos la oportunidad de hablar de Cristo en las redes sociales, pero sobre todo, tenemos el privilegio de vivir de manera tal que aquellos que nos conocen de cerca no tengan duda de quién es nuestro Dios, Padre y Señor aún si nadie más nos ve. Aún si nadie nos agradece, ni nos reconoce; aún si no se cumplen nuestros sueños de ser llamadas por ministerios de renombre o editoriales que admiramos. Aún si nadie se maravilla de nuestra elocuencia al hablar, escribir o dar un taller de lectura, estudio y meditación de la Biblia. Aún si morimos siendo invisibles a esta generación, Dios sí nos ve y hemos sido reconocidas por Él por medio de Su Hijo. ¡¿Qué mejor reconocimiento que ese?!
Si cada día nos levantamos con la convicción de que podremos apuntar a otros a Cristo comenzando en nuestros hogares, con nuestros esposos e hijos; a través de nuestras conversaciones mientras esperamos a nuestros hijos que juegan en el parque, a través de nuestro servicio a aquellos que están enfermos, a través de la forma en la que nos dirigimos a los niños de nuestros vecinos, a través de la hospitalidad que brindamos a las mujeres que nos rodean, entonces entenderemos que ser reconocidos en las redes sociales no es de tanto valor como el que Dios reconozca nuestra labor como hijas suyas, como siervas y misioneras en nuestros hogares.
A veces solo necesitamos cruzar la puerta de la habitación de nuestro adolescente para dejarle saber que, «de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Ahí, en el secreto de nuestro hogar, conociendo los corazones de los que conforman la familia que Dios nos dio; animando, amando, sirviendo; ahí donde se muestra más el evangelio que un reel que se ha vuelto viral.
Dios nos ayude, nos encuentre fieles y ponga en orden nuestras prioridades junto a nuestros esposos e hijos. «Porque todo lo que hay en el mundo, la pasión de la carne, la pasión de los ojos, y la arrogancia de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. El mundo pasa, y también sus pasiones, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1Jn 2:16-17).
En Su gracia
KF
Quiero recomendarte con el corazón, el siguiente podcast, si es que aún no lo has escuchado: «Que amen a sus hijos».
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