«Si Jesús es quien dijo ser —y sabemos que lo es—, entonces vale la pena orientar nuestra vida alrededor de Él».
Mario Vera
La semana santa cobra sentido y un matiz diferente cuando entendemos el evangelio. Cuando abrazamos el hecho de que el Hijo de Dios vino a este mundo a vivir la vida que debíamos haber vivido. Cuando entendemos que el Dios hecho hombre pisó la tierra que por nuestros pecados fue maldita. Cuando comprendemos que ese mismo Dios debió derramar hasta la última gota de su sangre para salvar de la ira de Dios —y de sí mismos— a los pecadores que le negaban y huían de Él. Pecadores que en medio de su sufrimiento y tortura antes de ir a la Cruz, clamaban a gran voz: ¡Crucifíquenle!
Sin entender la magnitud de esa obra de gracia la semana santa será solo unos días de descanso laboral, días sin esperanza. Pero al entenderla, con intención haremos memoria del sacrificio voluntario del Dios que sudó sangre y por nosotros oró. Se trata de recordar las horas previas a su crucifixión hasta el momento en que la muerte venció y, caminando de la tumba salió.
Un domingo cotidiano
El domingo de resurrección es una celebración para los cristianos. Celebramos que Cristo venció la muerte tal como había sido profetizado desde el Génesis. Celebramos que el niño que nació en Belén creció y vivió la vida perfecta que exigía el sacrificio por el perdón de los pecados de la humanidad. Celebramos que ya no somos huérfanos, sino hijos. Celebramos que ya no tememos a la muerte física porque, como Él lo prometió, resucitaremos con Él y estaremos con Él, en el paraíso.
Hoy, como iglesia local tuvimos un tiempo diferente al que años antes había participado en otros sitios. Nos reunimos como familia antes de que saliera el sol para recordar el momento en que las mujeres acudieron a la tumba que ya estaba vacía. Recordamos el momento glorioso en que ellas se postraron a sus pies después de haber llorado y sido testigos de que Jesús había muerto en aquella cruz.
Recordamos que Él no se quedó en la Cruz, que la tumba no lo pudo contener. Recordamos que aunque la muerte parecía haber vencido, solo demostraba que el poder de la vida y de la muerte siempre han estado en manos de nuestro Dios: el Dios vivo.
Caminamos juntos, reímos juntos, nos alegramos de vernos una vez más. Cantamos y nos regocijamos de las buenas nuevas de Cristo. Alabamos a Dios por hacernos parte de su familia y darnos una completa y total libertad. Gran tiempo para atesorar. Después de nuestra caminata estuvimos juntos compartiendo el pan y alimentos en memoria de Nuestro Señor Jesucristo. Día bendecido.
Pero, aunque pudiera sonar totalmente distinto a otros servicios, fue un domingo cotidiano para nosotros. De hecho, un día cotidiano en todo sentido. Porque como iglesia, como familia, hemos entendido que cada día es un día glorioso para la humanidad. Sea lunes, jueves o domingo; sea en casa, en la iglesia o en un partido de futbol.
Cada día es un día de gracia y misericordia para recordar y glorificar a Dios por Su Hijo Jesús. Cada día nos gozamos por la obra progresiva de Su Santo Espíritu en nosotros. Cada día de una u otra forma recordamos —o nos recordamos unos a otros— las buenas nuevas de Jesús, porque hemos de estar de acuerdo que esas buenas nuevas son una realidad y una necesidad para nosotros hoy.
Un día cotidiano, glorioso, redimido, lleno de la bondad de Dios, donde lo único que cambió en nuestra celebración, fue el lugar de nuestra reunión. La vida, muerte y resurrección de Jesús vuelve glorioso lo cotidiano, donde una caminata en familia nos recuerda que por su gracia tenemos libertad, plenitud y esperanza contra esperanza. Momentos cotidianos donde el centro de nuestras conversaciones y nuestros encuentros es Cristo, quien nos unió por su glorioso evangelio.
Recordamos su sacrificio, nos gozamos en su perdón, abrazamos a sus hijos, nos acompañamos en el camino angosto, el que Cristo por nosotros, caminó. ¡Felices pascuas de resurrección!