20 marzo 2022
Desde que me convertí en madre los fines de semana amanece antes de que salga el sol. Desperté 7:30 a.m. y lo sé porque miré el reloj con el ojo que resistía abrirse para ver con más claridad.
Más tarde, cuando preparaba el desayuno para mi familia, le dije con entusiasmo a mi esposo: “Como ya terminé de revisar el borrador del capítulo, tomaré este día para escribir algo de ficción, o poesía o quizá algún artículo”. Como era de esperarse, me dieron las 9 de la noche y no escribí nada, hasta ahora.
Parece que mis “días libres” me juegan una broma, porque cuando me dispongo a escribir acerca de cualquier cosa, pasa el tiempo volando. En un abrir de ojos —o bueno, de un ojo— amanece, parpadeo y ya obscureció una vez más. No tengo más que hojas en blanco, ideas dispersas, ningún tema en específico, pero eso sí, un día productivo en el que pude estar con mi esposo e hijos.
Un día más, otro día común. Nada extraordinario ni algo maravilloso del que pudiera hablar y hablar durante una semana en mis redes sociales. Por cierto, tampoco hay una fotografía que tenga en el álbum de Facebook llamado: “Mis memorias” ni en el que se titula: “Confesiones de mamá” porque, por increíble que parezca, hoy no tomé una sola foto. No obstante, sí hay muchas fotografías en mi corazón al ver a mis hijos disfrutar con sus amigos, al tener en casa a mi esposo, al comer juntos, disfrutar el atardecer juntos.
La realidad es que todo cuenta una historia. Todo. Cada palabra que escuchamos, lo que vemos, lo que sentimos, lo que olemos, lo que nuestros pies tocan y sienten al posarse sobre esta tierra es lo que usamos, vivimos y transpiramos para contar una historia que no solo es nuestra historia. Pertenecemos a una historia mayor.
Esa historia mayor nos hace disfrutar los pequeños momentos, destellos de gracia que iluminan por momentos eternos nuestra vida; destellos de gracia que nos recuerdan brevemente y con claridad cuán amados somos. Nos recuerdan que cada día cuenta y pesa en la eternidad. Quizá no somos tan conscientes de esa realidad, pero así es, cada día cuenta.
Nosotros no hacemos que cuente, alguien ya lo hizo por nosotros. Alguien hizo que cada día en esta tierra contara aquí y en la eternidad; nosotros solo respondemos a ese regalo en gratitud, obediencia y alabanza. Días cortos, con horas largas, noches largas con sueños cortos; todos y cada uno de ellos siempre, pero siempre cuentan.
Los “días libres para escribir” por lo regular se vuelven los días que menos me acuerdo de hacerlo, no obstante, vale la pena. Vale la pena porque la vida se vive por momentos, la historia se cuenta por anécdotas con personajes reales que, aunque se escriba ficción, al final sabemos que cada uno tiene algo de nosotros, pero también de aquellos que amamos, de los que no amamos, de los que nos aman, de los que no nos aman y de nosotros mismos también.
Es en la soledad de esta noche que puedo agradecer por siempre siempre siempre tener historias qué contar. Algunas se narran con el estilo único del autor, otras se narran incompletas al calor de una buena taza de café porque las buenas charlas no siempre se pueden articular en palabras escritas; otras se narran con las emociones encontradas, pero todas narran una historia que se nos ha permitido vivir, recordar y contar.
Hoy puedo decir lo mismo que Borges dijo en alguna ocasión: «Escribo para mí y para mis amigos, y escribo para aplacar el paso del tiempo». Un tiempo que no volverá, pero que permanecerá en mis memorias por la eternidad, o al menos, en mi corazón. Gracias, una vez más, al Creador.
KF