He pensado que en muchas ocasiones olvidamos que los niños tienen un valor intrínseco por ser creados a la imagen de Dios. Esa con la que nacemos todos los seres humanos y que no nos es quitada o puesta en determinado momento de nuestra vida adulta, sino que, desde la concepción, desde que Dios decidió que fuéramos creados en el vientre de nuestra madre, desde ese momento ya tenemos Su imagen.
Sin embargo, aunque puede ser que en nuestra niñez no teníamos claro ese valor intrínseco en nosotros porque crecimos pensando que no éramos dignos. Quizá crecimos con carencias afectivas, fuimos rechazados por nuestros padres y personas a quienes amábamos, incluso me atrevo a pensar que pudimos haber sido abandonados, abusados o desechados por quienes debimos ser protegidos. Pero aún con eso nada nos resta valor, nada de eso suprime la imagen de Dios en nosotros.
Es necesario aclarar que dicha imagen en nosotros no es perfecta. Desde que el pecado entró en la rebelión en el Edén, ya no reflejamos la imagen de Dios de manera perfecta y clara, sino con deformidades. Ya no reflejamos la santidad y perfección con la que mostraríamos a Dios visiblemente a otros seres humanos, ahora nuestra imagen refleja la pecaminosidad y lo fracturado que estamos, y así sucede desde que nacemos.
Los niños también reflejan la imagen de Dios al igual que los adultos. Ningún ser humano tiene más valor que otro porque refleja mejor la imagen de Dios, ninguno es inferior porque la imagen de Dios se aprecia menos en él. No, nuestro valor es intrínseco por quién es Dios y porque nos creó a su imagen, no por quienes somos nosotros o por la forma en que vivimos.
De este modo podemos decir que un niño es tan valioso como un adulto. Un niño indigente es tan valioso como el mejor hombre de negocios a nivel mundial. Nuestro valor no cambia por la edad, por nuestra profesión, por nuestro sexo; no cambia por nada. No obstante, aunque sabemos que esa es una verdad innegable, me atrevo a decir que en muchas ocasiones lo olvidamos. Olvidamos que los niños son tan valiosos como todo ser humano.
Algunas de las formas en las que me he dado cuenta que olvidamos el valor de los niños es, por ejemplo, la manera en la que nos dirigimos a ellos. Si prestamos atención a nuestro alrededor —y eso nos incluye a nosotros— quizá nos demos cuenta que los adultos les hablan a los niños de manera despectiva. En muchas ocasiones sus opiniones no son tomadas en cuenta, son silenciados solo por ser niños.
En otros casos más severos, los niños son violentados de manera verbal, son amedrentados, avergonzados, exhibidos y expuestos a la burla y desprecio de otros niños y de otros adultos también. Uno de los peligros de ser partícipe de esto o de guardar silencio ante tales actos, pueden ser dañinos en la vida adulta de esos niños.
¿Qué mensaje les estamos dando? Puede ser que ellos piensen que su vida no tiene valor, que cualquier adulto tiene el derecho de menospreciarlos, dañarlos o abusarlos de cualquier forma. No es algo que se debería tomar a la ligera o como que nada pasa. No es el mensaje del evangelio, donde Cristo nos llama a amar y cuidar a nuestros niños.
Aunque no hay nada nuevo bajo el sol… El hecho de que los niños sean minimizados o vistos como alguien de poco valor, no es nuevo. En la antigüedad griega y romana, los niños no eran considerados personas.
Nancy Pearcey en su libro: Ama tu cuerpo dice lo siguiente:
Esta [la antigüedad griega y romana] es la cultura en la que nació la iglesia cristiana, la cultura en que Jesús escandalizó a sus contemporáneos al tratar a los niños no como seres despreciables sino valiosos: «Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños… Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe» (Mat. 18:10, 5). Jesús mismo puso a los niños como paradigma positivo a emular por los adultos: «Dejad a los niños venir a mí… porque de los tales es el reino de los cielos» (19:14). Nadie antes que Él había puesto a los niños como modelo para los adultos. Los padres de la iglesia escribieron profusamente acerca de las palabras de Jesús, perplejos ante lo que podían significar en una cultura en la que una alta estima de los niños era completamente novedosa. [1]
Cada vez que dignificamos a un niño, reflejamos a Cristo. Cada vez que protegemos su corazón, reflejamos a Cristo. Cada vez que levantamos nuestra voz en contra del abuso a los niños en todas sus variantes, reflejamos a Cristo. Cada vez que cuidamos de no violentar la imagen de Dios en los niños, reflejamos a Cristo.
Hay esperanza. La hay. El evangelio cambia todo, es suficiente. Quizá hoy nos hemos dado cuenta de que no solo hemos permitido que otros violenten la imagen de Dios en los niños por medio de palabras, actitudes o silencios, sino que hemos sido quienes los han dañado. Hay esperanza. Hay redención para los pecadores arrepentidos. Hay una nueva oportunidad para caminar por el camino angosto siguiendo las pisadas de Cristo. Hay esperanza y misericordia para el que anhela andar como Él anduvo.
Se vale pedir perdón a Dios, tenemos la entrada directa al trono de Gracia. Se vale pedir perdón a los niños que no hemos defendido y a los que hemos dañado también. Mostremos el amor de Cristo, reflejemos lo que el evangelio ha hecho en nuestros corazones y vivamos y proclamemos lo que de Dios hemos recibido.
[1] Pearcey Nancy, «Ama tu cuerpo» (Editorial Jucum, Tx., 2019) p. 104.
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