01
Era un miércoles de noviembre por la tarde, los cielos rojos que caían detrás del monte daban aviso de que estaba por llegar la noche. No faltaba mucho tiempo para que el canto de los grillos inundara el cielo nocturno al compás del titilar astral.
Como era costumbre cada día, una de las tantas mujeres que vivían en aquella comunidad, salía descalza, con un vestido que tapaba la mayor parte de su cuerpo, una mano sostenía a la otra dando la impresión de que algo temía. No se le veía el rostro pues se mantenía agachada, una especie de chalina cubría su cabeza y se enredaba un poco en su cuello. Aquella mujer caminaba con sigilo entre las pequeñas chozas que, aunque no estaban muy cercanas unas de otras, no había la privacidad suficiente como para que pasara desapercibida.
Al instante que estuvo lo bastante lejos de la comunidad alzó su rostro al cielo, con los ojos cerrados respiró profundo y se quedó inmóvil. Unos instantes después, con su mano derecha bajó la chalina de sobre su cabeza hacia su espalda. Su cara quedó completamente descubierta; movió su cabeza con delicadeza, con aquella de alguien que disfruta del tiempo y el espacio en el que se encuentra. Sus ojos permanecían cerrados, pero ahora sonreía. Suspiraba de cuando en cuando.
Conforme la claridad tenebrosa de la noche iba envolviendo el entorno, un fresco rocío descendía. El césped bajo sus pies comenzaba a tornarse frío y un poco húmedo. Parecía disfrutar de esos cambios que duran minutos, como si fueran eternos. Dio tres pasos y se detuvo para mover los dedos de sus pies y enterrarlos suavemente entre el césped. Con lentitud y destreza se sentó sobre su vestido y cruzó las piernas en flor de loto. Echó su cuerpo para atrás de forma que las palmas de sus manos detenían todo su peso. Contemplaba la majestuosidad y profundidad del cielo que tenía frente a ella.
Pocas personas tienen la fortuna de vivir en lugares con escasa o nada de luz artificial por las noches. Pocos son los elegidos para ser parte de la inmensidad del cielo que se extiende alrededor nuestro. Ella lo sabía muy bien, de hecho, era de las pocas de su comunidad que disfrutaba admirar el cambio de luz del día por la penumbra de la noche. Mientras para otros era un ciclo cotidiano y aburrido, para ella era un espectáculo diferente cada día. Admiraba los cambios de colores, el cambio de la temperatura; disfrutaba en gran manera el cambio de sonidos. Son destellos de algo más grande y más espectacular de lo que los ojos humanos ven.
La inmensa quietud que se respiraba en esos instantes podía hacer perder la noción del tiempo a cualquiera. La bóveda celeste era cada vez más profunda, las pequeñas luces estelares que se veían distantes unas de otras, ahora se encontraban acompañadas por cientos, miles de luces más. Unas más grandes que otras, algunas centelleaban con fuerza, algunas más parecían apagarse lenta y paulatinamente. Una contemplación que nunca es igual.
Es verdad que cuando más silencio hay somos más susceptibles a los pequeños ruidos; al igual que cuando las tinieblas nos abruman, nuestros ojos comienzan a tener la capacidad de ver con claridad. La calma de la noche y el sosiego de aquella mujer se hacían uno, era capaz de escuchar y ver lo que a otros ojos no era posible. A lo lejos se escuchaban movimientos escurridizos, justo detrás de ella, aunque a distancia como de un tiro de piedra. Su corazón comenzó a latir con fuerza, el sonido era perceptible a sus oídos y la fuerza con que bombeaba sangre podía sentirla en su esternón. Tuvo miedo.
Dudó un segundo y de un salto se puso en pie. Giró su cuerpo y aguzó la mirada para inspeccionar su entorno. Instintivamente empuño ambas manos en señal de protección.
—¡Ah! ¿Eres tú, Marcela? —exclamó la mujer que se había unido a observar el espectáculo nocturno—. Disculpa, no quería asustarte, es solo que no sabía que estarías aquí esta noche. ¿Todo bien contigo?
—¿Antonia? Aaah, sí, todo bien. Estaba a punto de regresar a mi hogar —dijo mientras se colocaba la chalina sobre su cabeza—. Es tiempo de volver. Espero verte pronto.
Comenzó a caminar con paso veloz. Marcela no era mujer de muchas palabras, pero tampoco de tener mucho contacto con las personas.
—Marcela, perdón, pero te he estado observando desde hace tiempo y en verdad me gustaría tener una conversación contigo. Es increíble que tengas cinco años viviendo en este lugar y solo hayas hablado conmigo y con dos o tres personas más. Yo sé cosas—inquirió Antonia—.
Dicho esto, Marcela volvió su rostro hacia ella y con voz de autoridad dijo:
—Bueno, si prefieres, puedes contarte con aquellos con los que no hablo. Buenas noches, Antonia —terminó la conversación.
Las noches llenas de estrellas no solo sirven para pensar, parece que en algún lugar lejano a nuestros ojos alguien planea sacarnos de nuestra zona de comodidad para aprender a conocernos y ser conocidos por otros…
#EscriboParaNoOlvidar
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