Pude ver tus ojos llenos de lágrimas aguantando la respiración como si con eso pudieras contener el llanto lo más posible. Vi tus manos temblar un poco mientras buscabas esconderlas de la mirada de los que te rodeaban, quizá para sentirte protegido. Al ver tu reacción, de inicio pensé que era miedo; pero como a la distancia parecía que te encogías con cada palabra que estabas recibiendo, poco a poco pude entender que tenías vergüenza. Se encogió mi corazón.
Se encogió mi corazón porque en tantas y tantas ocasiones también he sentido vergüenza. No me refiero a la vergüenza que experimentamos al saber que hemos pecado, la misma vergüenza que experimentaron Adán y Eva después de la rebelión (Gén. 3:7-10); esa cuando sabemos que hemos desobedecido a Dios, pero que nos lleva al arrepentimiento y a ponernos a cuentas con Él cuanto antes.
Me refiero a la vergüenza que otros nos infunden, la que nos acusa, la que nos indica que hemos perdido la dignidad porque seguramente hay algo malo con nosotros. Esa vergüenza que daña la imagen de Dios en los seres humanos, la que hiere y marca los corazones, esa que si no sabemos quiénes somos en Cristo, nos puede dañar de por vida.
Quise abrazarte y decirte que todo estaría bien. Quise hacerte saber que las palabras pueden dañarnos y hacernos sentir que no somos dignos, que nuestros esfuerzos no son suficientes e incluso que nuestra persona no tiene valor. Pero también quise decirte que lo que otras personas nos dicen debe ser filtrado por el evangelio de Cristo, por lo que Él dice acerca de nosotros; eso es lo que nos define y lo que debería importarnos en primer lugar.
Entiendo que tu comportamiento no siempre es el correcto, tus actitudes muestran lo que hay en tu corazón más de lo que pudieras estar consciente. Haces cosas que no siempre muestran el evangelio que has creído porque, aunque no te guste, aún tienes la naturaleza carnal, aún pecas y, por supuesto, lo que haces o dices en muchas ocasiones no será lo correcto.
Quise decirte que no eres el único que está en esa situación, porque todos somos pecadores; sí, somos pecadores redimidos que están siendo todos los días perfeccionados por Dios para parecernos más a su Hijo. Pero aún estamos en esta tierra rota, en un cuerpo que aún no es perfecto, así que seguiremos fallando. No obstante, con ayuda del Espíritu Santo, confiamos en que cada día fallaremos menos y será Cristo quien brillará con mayor intensidad en nuestro rostro.
Algún día será la naturaleza de Cristo y no la naturaleza de Adán la que brillará con mayor intensidad en el rostro de los redimidos.
Cuando somos avergonzados por otros, sus palabras nos gritan justo en el oído que no somos suficientes, que hay algo malo con nosotros; esas palabras se pueden grabar profundamente en nuestros corazones. La vergüenza busca maximizar nuestros errores, fallos y pecados; quiere mostrar a otros lo malo somos, lo rotos que estamos, lo defectuoso de nuestro carácter.
La vergüenza ruge a gran voz que Dios no es suficiente para cambiarnos, que su fuego no es poderoso para derretir la roca de nuestro corazón.
Sería un error creer esa mentira y, sin embargo, la creemos. Dejamos que la vergüenza se instale en algún lugar recóndito de nuestro corazón y caminamos con la seguridad de que no hay solución ni esperanza para nosotros. No obstante, ¡la hay! Hay solución y hay esperanza. Pues aunque la vergüenza hace evidente y magnifica lo roto y manchado en nosotros, podemos descansar en que Dios no nos avergüenza, no nos rechaza; por el contrario, nos recuerda nuestra urgente necesidad que tenemos de Cristo y lo que Él hizo en la cruz.
Todo aquello que nos muestra lo incapaces que somos de salvarnos a nosotros mismos es una bendición. Aún si hemos sido avergonzados por otros puede ayudarnos a mirar nuestra vida a la luz del evangelio, porque Dios no nos dejó en esta tierra sin ayuda, sin esperanza y sin salvación. Cuando nos avergüenzan —aunque no es algo que glorifique a Dios—, podemos verlo como una bendición. Sé que el sentimiento o la experiencia no es agradable, pero a la luz del evangelio puede ser una herramienta que nos permita voltear a la Cruz, ir a la Palabra de Dios y recordar quiénes somos en Cristo y qué está haciendo ahora mismo por nosotros.
Aun cuando las palabras de otros logren avergonzarnos, hacernos creer que hemos perdido nuestra dignidad, debemos ir a la Palabra de Dios porque es un espejo sin filtros donde conoceremos o recordaremos quiénes somos realmente. Somos creación de Dios, Él plasmó su imagen en nosotros, tenemos valor y dignidad porque de Él somos. Es a Él a quien debemos escuchar, es a través de Su Palabra que nos hace saber quiénes somos.
La vergüenza se centra en lo que hemos fallado, nos acusa por lo mal que hemos hecho; pero Dios… en su infinito amor, bondad y misericordia no nos deja en ese lugar que nos empequeñece como personas, Él nos ha librado de la vergüenza por medio de Cristo. Hay esperanza. La Palabra de Dios nos enseña que cuando hemos creído que la vida, muerte y resurrección de Cristo fue suficiente para el perdón de nuestros pecados, nos hemos arrepentido de ellos y los hemos confesado, nos convertimos en hijos de Dios (Rom. 10:9-13). Por su obra completa en la cruz, Cristo nos ha dignificado, tenemos la identidad de hijos de Dios.
Al ser sus hijos, entonces tenemos una nueva vida. Una vida en la que cada día Dios, por medio de Su Espíritu Santo, nos está haciendo más parecidos a Cristo. Cada pecado que hemos cometido Dios lo ha perdonado (1 Juan 1:9). Las personas pueden avergonzarnos; no obstante, Dios no nos avergüenza nunca.
Cristo pagó por los pecados con los que otros pueden avergonzarnos y, aunque habrá consecuencias por pecar, aún con eso, Cristo está hablando cosas buenas de nosotros ante el Padre. No por nuestras obras, sino por Su obra en la cruz.
La obra de Jesús está completa, Él pagó por completo la deuda por nuestros pecados. Su obra es suficiente para cubrir nuestra vergüenza y para recordarnos que Él sigue intercediendo por nosotros (Hebreos 7:25). «Porque si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo, mucho más, habiendo sido reconciliados, seremos salvos por Su vida» (Rom. 5:10).
Vi a Dios en ti…
Aquel día que te vi contener las lágrimas por la vergüenza que estabas experimentando, pude ver a Dios en ti. Pude ser testigo de la obra de Dios en tu vida, de cómo ese amargo momento fue usado para bien en ti porque fuiste consolado por Dios. Pude darme cuenta de que tú, yo y todos los que han sentido vergüenza necesitamos a Cristo y recordar el evangelio todos los días. Vi la necesidad que tenemos de recordar quiénes somos en Él, pero también la necesidad de estar conscientes de que Cristo nos está salvando de nosotros mismos todo el tiempo.
Aquel día vi a Dios en ti. Por favor recuerda que aunque otros te avergüencen, Cristo, tu salvador, no te avergüenza, no te acusa, no te exhibe vergonzosamente como ejemplo para que otros pecadores vengan al arrepentimiento. Él está hablando cosas buenas de ti ante el Padre, Él está obrando en tu corazón por medio del Espíritu Santo —y no de la vergüenza— para que cada día te parezcas más a Cristo. Otros podrán avergonzarte, pero no tu Salvador. Levanta el rostro, mira a Cristo y mantente firme en el camino angosto.
En Su Gracia,
KF
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que hermoso mi hermana, Dios siga dandote palabra para llevarnos a la Palabra y recordar sus promesas. un fuerte abrazo y un prospero año nuevo.